CUADROS RECUPERADOS (V): ESCALERAS
Esta impactante imagen es obra del pintor
belga Léon Spilliaert (1881-1946)
y responde al título de Vértigo. Las creaciones de este artista son
una constante exploración del lado oscuro de la existencia. Sus personajes
están con frecuencia solos y se mueven en un universo de sombras, por
escenarios que parecen extraídos de una pesadilla. Aquí lleva al extremo su
capacidad para plasmar de forma concisa e impactante el sentimiento de soledad
y de incertidumbre frente a la vida. Esta mujer que se dispone a bajar un
escalón de desmesurada altura nos encarna un poco a todos: aislada, perdida en
un ámbito de dimensiones que la superan, enfrentada a una tarea aterradora cuyo
sentido se desconoce. Los escasos elementos de este cuadro están dispuestos con
enorme habilidad. El contraste entre el negro y el blanco de la vertiginosa
escalera, el paisaje oscuro e indeterminado que se pierde en la distancia, el
serpenteante diseño del fular agitado por el viento: todo contribuye con
prodigiosa expresividad a crear una sensación de inquietud en el que lo
contempla. La protagonista, a la que el artista ha situado con gran sabiduría
por encima de la línea de nuestra mirada, se nos antoja una heroína que afronta
con decisión la difícil tarea de estar viva. Todos lo somos, en definitiva,
cuando conseguimos dominar el vértigo de vivir.
(Los cuadros de noviembre. 2013)
Las escaleras son un escenario frecuente en mis
sueños; sin duda, por ello me atraen los cuadros que las tienen como elemento
central. En la pintura, los personajes que son plasmados subiendo escaleras nos
parecen voluntariosos y esforzados, o atrapados en un ámbito estrecho que no
los deja escapar, en una labor que les obliga a realizar un esfuerzo
extraordinario. Los que se disponen a bajarlas evocan en cambio ideas de
libertad o de aventura, de búsqueda de una salida, de valientes incursiones en
la cara más oculta de la realidad. Si el personaje en cuestión es además un
niño, dicha impresión de hace más fuerte. El pintor postimpresionista francés
Henri Lebasque nos deja una encantadora plasmación de este tema en su
cuadro Niño en una escalera. Lebasque es un artista
expresivo, de trazo ágil, acostumbrado a recrear el mundo de la infancia. En
este caso, capta con deliciosa eficacia el paso inestable del niño que debe
buscar el apoyo de la pared al bajar unos escalones demasiado altos para la
longitud de sus piernas. El caballito de juguete abandonado en primer plano nos
sugiere la presencia en el piso de abajo de algo que ha prendido la atención
del pequeño protagonista: un ruido en el exterior, la puerta de la calle al
abrirse, la voz de un recién llegado. La figurita a punto de desaparecer tras
un recodo de la escalera nos hace pensar en un personaje de cuento que se
adentra en las profundidades en busca de un tesoro. Pero cualquier pensamiento
siniestro queda desterrado por el alegre colorido de la escena: con su verde
claro y sus tonos rojizos, Lebasque nos está indicando que a este niño solo
pueden esperarle gozosas aventuras en el piso de abajo.
(Los cuadros de marzo. 2017)
Con frecuencia me sucede reconocerme en las
creaciones ajenas cuando leo, pero dicho fenómeno es mucho menos habitual
cuando me enfrento a obras pictóricas. Será tal vez porque me cuesta imaginarme
como autora en esta última faceta artística. Pero en este caso lo tengo claro:
la primera vez que vi un cuadro del pintor francés Sam Szafran, pensé que, si
yo supiera pintar, sin duda sería ese el producto de mis pinceles. Se trataba
del lienzo titulado L’escalier, 54 rue de Seine, el cual, a
pesar de la precisa localización de su título, refleja un espacio que más
parece pertenecer al ámbito del pensamiento que al de la realidad. Es una de
las incontables escaleras que pueblan el imaginario de este artista sugerente,
todas ellas caracterizadas por la perspectiva aberrada, por la multiplicidad de
puntos de vista simultáneos, que producen la sensación de estar a la vez dentro
y por encima del espacio físico representado, como si lo sobrevoláramos en un
sueño. Yo llevo toda la vida soñando con escaleras de caracol; por eso me
apresto a subir a torres, a sacarles fotografías, a coleccionar imágenes que
las contengan. Me gustan como elemento estético pero también por la sensación
de tránsito que transmiten, de acceso a algo distante o de regreso a lo
profundo de uno mismo. Si tuviera el más mínimo talento plástico, sin duda las
pintaría. Me encantaría saber de dónde salen estas escaleras vertiginosas e
inquietantes de los cuadros de Szafran; tal vez él también las haya soñado.
Busco información sobre este artista y descubro que nació en 1934 y sigue vivo;
no pierdo la esperanza de que algún día me lo cuente en persona.
(Los cuadros de mayo. 2014)
De niña, me fascinaban los cuadros en los que,
según me parecía, se me invitaba a entrar. Me plantaba largo rato frente a
ellos, me concentraba en un detalle y, de repente, se producía la ilusión: ya
no me encontraba en la sala del museo, sino dentro del lienzo, compartiendo
espacio con los personajes que lo habitaban. He viajado, así, por muchos
salones, por arquitecturas fantásticas y paisajes ideales, codeándome con damas
y caballeros, divinidades clásicas, héroes y santos. Sin duda, en aquellos años
de mi infancia me habría encantado Caroline en las escaleras, del
pintor alemán Caspar David Friedrich (1774–1840), maestro de la sugerencia y
lo impreciso, perfecta encarnación de los principios del Romanticismo. Aun hoy
me resulta fácil dejarme llevar por la fantasía mientras contemplo este cuadro,
y subir los escalones en pos de la figura femenina, en medio del melancólico
juego de luces y sombras, para descubrir lo que se esconde en el piso de
arriba.
(Los cuadros de marzo. 2012)
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