MEDITACIONES CIBERNÉTICAS

Como sin duda le sucederá a la mayor parte de quienes leen estas líneas, cada vez realizo más gestiones a través de Internet. Compro entradas de espectáculos y museos, hago transferencias, pido la compra al supermercado, realizo tareas relacionadas con mi trabajo, presento documentos en registros oficiales. Pese a la familiaridad con la que llevo a cabo estas acciones, sigo teniendo la impresión de estarme adentrando cada vez en un territorio al que no pertenezco, de estar rodeada de silenciosas presencias que espían mi impericia y que se expresan en un lenguaje que no entiendo del todo. A ello contribuyen no poco los extraños mensajes que, de vez en cuando, me lanza la red.

Empezaré con los apocalípticos. Entro en el aula virtual desde la cual organizo ―cada vez más: es el signo de los tiempos― el trabajo de mis alumnos y me encuentro en la parte superior con un mensaje de discretas dimensiones pero contenido amenazador: colapsar todo. He de confesar que durante mucho tiempo lo he observado con respetuoso recelo, incapaz de comprobar lo que supondría pulsar la punta de flecha que se encuentra a su lado. Mi fantasía derivaba inevitablemente hacia ficciones (o no tan ficciones) aterradoras, en las que un dirigente tiene al alcance de su dedo un botón que con ser pulsado traería consigo la destrucción total, el fin de los tiempos. Como era previsible, el significado de tan rotundas palabras es mucho más simple, tranquilizador y aburrido. “Colapsar todo” es, por alguna razón semántica que se me escapa, comprimir una lista, reduciéndola solo a sus grandes apartados y ocultando subdivisiones. La acción contraria aparece nombrada como “expandir todo”. Siguiendo la misma lógica grandilocuente, yo propondría para ella alguna expresión que evocara una creación todopoderosa, de resonancias bíblicas. No en vano, estos mensajes opuestos evocan en mi cerebro fácilmente excitable el Apocalipsis y el Génesis. 

También me proporcionan materia para la reflexión los mensajes filosóficos, como el que descubrí hace unos días al entrar en la página web de mi banco. En lugar del habitual acceso para clientes, apareció un sorprendente cartel que decía: ¡Hola! Elige quién eres. Lo primero que me vino a la mente ―me ocurre a menudo― fue Lewis Carroll y el célebre episodio en que su Alicia se encuentra con una botella que lleva un rótulo con un tajante imperativo: Bébeme. Pero en este caso el juego propuesto parecía algo más complejo, desde el momento en que bajo la orden se me daban varias opciones. La primera, con mi nombre de pila. La segunda, con el de un familiar. La tercera, con una enigmática afirmación: Soy otra persona. Aunque entendí al instante lo que sucedía (mi familiar es cliente del mismo banco y había utilizado mi ordenador para consultar su cuenta, así que ahora el inteligente aparato recordaba también sus claves), la formulación me resultó inquietante y me quedé un rato contemplándola, sintiéndome en una encrucijada. Debía decidir qué personalidad adoptar en adelante: la mía, la de un familiar, la de un desconocido. ¿Qué sucedería si, en un momento de nuestra vida, tuviéramos semejante oportunidad de elegir…? Medité sobre ello mientras entraba, como era previsible, en mi perfil de usuario y miraba sin demasiada atención los movimientos de mi cuenta. Nunca una consulta bancaria me había parecido tan trascendente. 

Se me olvidaba que había algo más en esta insospechada página de acceso. Debajo de la opción de ser yo misma o mi familiar, aparecía la posibilidad “dejar de recordar”. Quién tuviera esa opción disponible en la vida real, cuando el recuerdo se convierte en un compañero inoportuno, en un instrumento doloroso. La dulce tranquilidad del olvido. Al final, va a resultar que quien diseñó la página web de este banco tiene alma de poeta.

Comentarios

  1. A mí esa opción de "no recordar" me parece terrible. Yo soy mis recuerdos, sin ellos mi vida no sería. Incluso los malos recuerdos son necesarios. Recuerdo con angustia la película "Memento" y a su protagonista con el cuerpo tatuado con mensajes a los que poder recurrir ya que era incapaz de recordar su propia vida. Aterrador.

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  2. A mí, en cambio, los recuerdos me producen una tremenda melancolía; por eso soy incapaz, por ejemplo, de mirar fotos de hace tiempo. Para combatirlo, tengo siempre el foco de atención en el futuro (me encantaría, en realidad, concentrarme en el presente, pero eso, que me parece la fórmula de la felicidad, es una tarea en la que tengo que aprender mucho todavía).

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  3. Voy a tener que añadir una posdata a esta entrada. Esta mañana, intentando utilizar mi certificado electrónico para hacer una consulta en la página web del ayuntamiento, me ha salido la siguiente indicación: "Redirigiendo a un proveedor de identidad". Está claro que hay un filósofo alojado en lo más profundo de mi ordenador.

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  4. O que tienes una personalidad errática...

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