CUADROS RECUPERADOS (IV): LLUVIA
La glorificación de
lo instantáneo: Les Yerres. Lluvia del pintor francés de la
segunda mitad del XIX Gustave Caillebotte. Tardamos en descubrir la barca y la
casa semiocultas por la vegetación en la ribera de enfrente; toda nuestra
atención se concentra en los círculos que dibujan las gotas al caer sobre la
superficie del río. Agua sobre agua: la creación más efímera posible. En medio
del juego de formas que se superponen, se emparejan y difuminan, baila el
reflejo de los árboles. El sendero transversal del primer plano parece
invitarnos a seguir caminando por la orilla: si pudiéramos saltar dentro del
cuadro y continuar el paseo, tal vez veríamos al poco asomar el sol entre la
espesura.
(Los cuadros de junio. 2011)
Mi
conocimiento de este grabado, cuyo título es Funeral bajo paraguas, ha sido bastante azaroso. Lo descubrí por
casualidad en una página de un blog, donde aparecía rodeado por una serie de
obras de artistas japoneses clásicos, como Hiroshige y Hokusai, unidas por el
tema común de la lluvia. Creo que incluso se atribuía su autoría a uno de los
maestros antes citados. El error saltaba a la vista: la ambientación de la
escena nos remitía de inmediato a la Europa del siglo XIX. Como el grabado
prendió de inmediato mi atención por el extraordinario vigor de sus trazos,
decidí emprender una búsqueda por la red que me reveló finalmente el nombre de
su autor, el pintor y diseñador francés Henri Rivière (1864-1951), quien
experimentó, como muchos de sus coetáneos, una indudable influencia del arte
japonés. A mí esta imagen me parece un prodigio de dinamismo y expresividad,
con su eficaz juego de diagonales: la que traza el cortejo de personajes
cobijados por paraguas y la que, perpendicular a ella, dibuja la cortina de
lluvia movida por el viento. Todo es inhóspito en esta escena funeraria en la
que los vivos luchan contra los elementos para acompañar a un muerto en su
último viaje. La monocromía rota sólo por los violentos rojos que se abren en
el horizonte intensifica la sensación de pesadumbre, de lucha contra lo
inevitable, de ineludible final.
(Los cuadros de diciembre. 2015)
Hay veces en que los instrumentos del pintor
triunfan sobre las limitaciones físicas y la superficie del lienzo se
transforma en otra materia. Como si de un moderno alquimista se tratara, el
británico Arthur Hacker (1858-1919) logra operar el milagro en Una noche de lluvia en Picadilly Circus.
No queda ni rastro de la tela frente a nuestros ojos: solo el asfalto empapado,
la luz de las farolas que se abre paso en medio de la humedad, el agua que lo
cala todo. En esta sinfonía de dorados, creemos incluso captar el chapoteo de
los cascos de los caballos en los charcos, el olor de las vestiduras mojadas de
los viandantes. Se diría que el cuadro entero está a punto de diluirse ante
nosotros, de salirse del marco y precipitarse hacia el suelo, como la lluvia.
(Los cuadros de diciembre. 2011)
Aun
a riesgo de ganarme la hostilidad de muchos de mis conciudadanos, diré que
lamento la presteza con que las últimas borrascas han pasado por encima de
Madrid, dejando un escaso balance de días pasados por agua. Para consolarme, recupero un maravilloso descubrimiento que hice hace un par
de años: el pintor australiano Mike Barr, creador de un amplio número de
paisajes urbanos en los que capta con singular maestría la indefinición de las
formas y el dinamismo de los días nublados y lluviosos. Con una peculiar mezcla
entre un realismo casi fotográfico y una soltura en la pincelada cercana a la
técnica impresionista, Barr atrapa en sus cuadros el movimiento de los peatones
apresurados, el azote de las ráfagas de lluvia, el juego de reflejos en el
asfalto empapado. Contemplando obras como la que encabeza estas líneas, nos
parece oler la humedad, sentir el golpear de las gotas sobre nuestro paraguas,
oír el barboteo de los charcos bajo nuestros zapatos. Sueño con ver pronto mi
ciudad así transformada por la belleza de un día de lluvia.
(Los cuadros de abril. 2018)
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