LOS DOS HERMANOS Y EL PUENTE

Ayer escuché en la radio una anécdota preciosa que me dispongo a contar. Trata de dos hermanos, una separación forzada y un puente.

Seré imprecisa inevitablemente: el programa de radio me estaba sirviendo de telón de fondo mientras recogía la cocina. Hablaba, cómo no, de pandemias y confinamientos. Cuando quise darme cuenta, el tema había derivado hacia territorios más halagüeños y el locutor nos estaba situando en las tierras del norte de Europa. Allí, en sendas poblaciones de la península escandinava, viven dos hermanos que, dadas las circunstancias actuales, están separados por algo más que una simple frontera. Uno vive en Suecia, el otro en Noruega. Las medidas para combatir el virus dictadas por los gobiernos de ambos países difieren bastante, pero hay algo que afecta por igual a los protagonistas de nuestra historia: el cierre de fronteras. Estos dos hermanos se adoran al parecer y les resulta imposible vivir sin mantener un contacto estrecho. Lo esperable sería que se sentaran ante sendas pantallas de ordenador y se lanzaran a largas conversaciones que incluirían, milagros de la tecnología, la perfecta visualización de la figura del otro y de su entorno. Videoconferencias que les permitirían comprobar el buen estado de salud de su interlocutor, saludar con efusión a su pareja, hijos y mascotas, mostrar incluso el avance de una tarea de bricolaje o el mágico despertar de una planta. Pero no.

Es aquí cuando nuestros protagonistas empiezan a parecerme dos personajes de cuento. Necesitan desesperadamente ir el uno al encuentro del otro y establecer contacto cara a cara. Salen a la calle, pues, bien abrigados ―disfruto imaginando el frescor de la primavera escandinava―, pertrechados de un termo con bebida y una silla plegable. Se dirigen a la vía que conecta sus respectivas casas. Esa vía desemboca en un puente que realiza el salto entre un país y otro. En medio de ese puente, la línea que marca la división, más tajante que nunca desde hace un mes y medio, está fuertemente vigilada por la policía, que impide cualquier intento de atravesarla. Pero no hay problema; parece ser que los agentes conocen ya a esta pareja de hermanos y les permiten llevar a cabo su fraterno ritual. Los dos hombres abren sus sillas plegables, las disponen a un lado y otro de la frontera con cuidado de no pisar la línea, desenroscan las tapas de sus termos y se sientan a charlar mientras dan tragos a sus bebidas. Me parece estarlos viendo: voluminosos con sus abultadas ropas de abrigo, rodeados por los últimos coletazos del invierno, hablando con expresivos gestos que plasman su alegría por el reencuentro y contrarrestan la obligada distancia entre ambos. En mi imaginación, son dos tipos que han pasado de sobra la cuarentena, con una larga experiencia compartida en común y también por su cuenta, pero que en estas reuniones atípicas recuperan a los niños que fueron, vuelven a ser los pequeños desobedientes que vulneraban las normas de progenitores y maestros, que se escondían a fumar y se saltaban clases y reían como locos en la fraternidad de sus secretos compartidos. Me gusta incluso añadir mentalmente alguna inclemencia meteorológica, la lluvia o una ventisca, que incomoda a los agentes de policía allí apostados, pero que no parece afectar a los dos hombretones enfrascados en su conversación y en su infancia, unidos por un puente más sólido que cualquier obra de la ingeniería humana.

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