EL SUEÑO DE DON QUIJOTE
El tema de esta entrada llevaba un tiempo rondando mi cabeza,
pero hoy que me dispongo al fin a escribirla ha adquirido matices inesperados.
Vivo en pleno centro de Madrid, a un tiro de piedra de Plaza
de España. Eso significa bullicio, ruido, tráfico humano y automovilístico,
oleadas de turistas. Y, en los últimos tiempos, unas obras de reforma de la
plaza que han vuelto del revés el panorama cotidiano, que obligan a peatones y
conductores a dar rodeos inverosímiles para acceder a un punto que siempre ha
estado ―que sigue estando― ahí mismo, al alcance de la mano. Que trae consigo
ruido de taladradoras y trasiego de camiones. Que ensucia de polvo el aire ya
de por sí turbio y contaminado. En medio de este infernal desorden de los
pasados meses, habita un personaje querido que ha soportado con estoicismo el
derrumbe de su entorno habitual. Es la estatura de don Quijote, que acompañado
de su fiel Sancho lleva meses durmiendo bajo una tela de color verde que lo
protege y lo oculta a los ojos de nativos y visitantes. Somos muchos los que
nos hemos asomado por los huecos de vallas y alambradas, inquietos por el
destino de nuestro querido convecino. Sigue ahí. Se le reconoce por la línea
inconfundible de su lanza, siempre en ristre, ascendente y optimista, bajo su
cubierta de malla verde. Siempre que paso junto a la escultura así velada me
gusta pensar qué estará pensando don Quijote. Qué imaginativa razón le estará
dando al bueno de Sancho para explicar una situación tan peculiar: un hechizo
inmovilizador, la capa de un mago de aviesas intenciones, la trampa tendida por
un gigante enemigo. Disfruto imaginando a la inmortal pareja conversando en
susurros, aislada de miradas y oídos ajenos, como dos excursionistas que
comparten confidencias antes de dormir en una tienda de campaña.
A partir de hoy, nuestro querido hidalgo tendrá un motivo más
de extrañeza. Quién sabe con qué alambicadas razones le estará explicando a su
compañero de aventuras el desierto en el que se ha convertido el centro de Madrid.
Porque hasta donde me alcanza la vista desde la ventana, las calles están
vacías. Algún paseante solitario las surca y se sobresalta casi al cruzarse con
un congénere. Una raquítica corriente de coches presurosos surca una de las
vías perpetuamente saturadas ―hasta ayer― de la capital. Estamos en ese sorprendente
estado de alarma que nosotros, civilizados habitantes del primer mundo,
privilegiados que nacimos lejos de los grandes conflictos del siglo anterior,
contemplamos con estupefacción desde nuestros refugios. ¿Quién nos iba a decir
que nos tocaría vivir una situación que nos parece propia de noticias de países
lejanos, de películas bélicas y distopías…? A juzgar por el hervidero de los medios
de comunicación y las redes sociales, no sabemos qué pensar. Me gustaría que
nuestro sin par caballero nos iluminara una vez más con su hermosa manera de
interpretar la vida.
Comentarios
Publicar un comentario