TREINTA Y OCHO MANERAS DE SONREÍR
Una de las más poderosas descripciones de los
síntomas del enamoramiento que he leído nunca me la ha regalado hace unos días
la escritora afroamericana Toni Morrison. En su novela titulada precisamente Amor,
se sitúa en la cabeza del adolescente Romen, que acaba de iniciar una relación
con Junior, una joven unos años mayor que él, y es incapaz de dirigir su
atención a algo distinto que el recuerdo de su amada:
«¿Cómo
iba a concentrarse en una lección
de historia cuando el rostro
de Junior llenaba
su mente? Sus pechos, sus axilas requerían una minuciosa
exploración; su piel exigía un análisis más completo. ¿Era su
perfume floral o más bien parecido a la lluvia?
Además, Romen tenía
que memorizar las treinta y ocho maneras en que ella podía sonreír y lo
que cada una significaba. Necesitaba todo un semestre para descifrar
sus ojos de
ciencia ficción: los párpados, las pestañas, los iris de negro tan
intenso que podría ser una alienígena. Un ser por el que mataría para poder
acompañarlo en la
nave espacial.»
Consideraciones literarias y sentimentales aparte,
este pasaje cobra un especial significado para aquellos que, como yo, dedican
buena parte de su jornada a enseñar a adolescentes que están con frecuencia
prisioneros de estas u otras zozobras semejantes. ¿Qué profesor de instituto no
se ha encontrado con un auditorio salpicado de rostros abstraídos, miradas que
se pierden en algún punto impreciso del aula, expresiones soñadoras que no
responden a nada de lo que está sucediendo en ese momento…? No hay que
exasperarse. Toni Morrison nos da un hermoso esbozo de lo que puede estar
sucediendo en esas cabezas ausentes mientras nosotros intentamos transmitir
nociones de gramática, la importancia de un hecho histórico, la forma de resolver
una ecuación. Me gusta pensar que mientras explico, proyecto imágenes, lleno la
pizarra de briosos trazos y flechas, ese alumno que me mira sin verme está
planeando subirse a bordo de una nave espacial que lo llevará al más hermoso ―y
perturbador― de los planetas.
Toni Morrison obtuvo el Premio Nobel de Literatura
en 1993; fue la primera escritora de raza negra distinguida con tal galardón.
Confieso que yo no he sabido de su existencia hasta que los medios se hicieron
eco de su fallecimiento el pasado mes de agosto. No sé en qué andaría yo
pensando en aquel lejano diciembre de 1993. Se me ocurre ahora que estaría tal
vez concentrada en el recuerdo de alguien, intentando memorizar sus treinta y
ocho maneras de sonreír.
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