LOS CUADROS DE SEPTIEMBRE (2019)
Hay
varios motivos para que Gerrit Dou creara este cuadro titulado Escuela
nocturna, pero ninguno de ellos tiene que ver con que los colegiales
holandeses del siglo XVII dieran clase de noche. En primer lugar, está el gusto
de los pintores de la época por estudiar la incidencia de la luz sobre
personajes y objetos, así como su clara preferencia por el claroscuro. Esta
aula sumida en la sombra, cuyos ocupantes podemos distinguir gracias a la
exigua iluminación procedente de varias velas y del farol apoyado en el suelo,
es una excelente excusa para que Dou demuestre su pericia en este sentido.
Entre los rostros de las dos muchachas que reciben el resplandor de las velas y
la absoluta negrura del fondo hay toda una gradación de penumbras que intrigan
al que contempla el cuadro y le obligan a esforzarse para distinguir los
detalles de la escena, sin conseguirlo del todo. Pero hay otra razón añadida,
de tipo simbólico: la luz que lucha contra las tinieblas representa el saber
que se transmite y que disipa las sombras de la ignorancia. Suponemos, pues,
que entre las chiquillas de rostro iluminado y los otros alumnos que se pierden
en la oscuridad median unos cuantos escalones en el camino del conocimiento,
como demuestra el gesto de reconvención con que el maestro se dirige a uno de
ellos. En esta escena escolar, me gusta especialmente la figura del muchacho
del primer plano que se inclina sobre una pequeña pizarra, disponiéndose a
escribir. Su gesto refleja la concentración del que afronta un camino lleno de
dificultades. Ese mismo camino que se abre por estas fechas para escolares y
maestros de nuestro país. Un año más, este primer cuadro del mes de septiembre
va dedicado a todos ellos.
Uno
de mis descubrimientos en el Rijksmuseum de Ámsterdam ha sido la pintora
holandesa Thérèse Schwartze, autora de retratos llenos de vida como el titulado
Retrato de una joven con el perro Puck. Lo primero que atrae de este
cuadro y que lo singulariza de cuantos lo rodean es el color: el verde de la
cortina, las notas de rojo y el contraste con la intensidad del negro que ocupa
un lugar preeminente constituyen una llamada de atención difícil de eludir. El
personaje femenino aparece con frecuencia nombrado como “joven italiana”, en
correspondencia con su indumentaria, su tez morena y su espesa cabellera
oscura. De este cuadro me gustan la composición, con esa mancha negra que ocupa
medio lienzo y se traga literalmente la viveza de la otra mitad; la posición
distendida de la modelo, que parece olvidarse de que está posando para volverse
hacia el foco de su atención; y, sobre todo, la encantadora presencia del perro
que se ha colado por la esquina derecha y que intercambia con la joven una
mirada de complicidad. Los personajes que se miran en los cuadros mientras son
observados por nosotros crean un juego de líneas que se entrecruzan y que
enriquecen el acto de contemplar una pintura. (Hay una razón al margen de lo
artístico que explica mi preferencia por este retrato: una mascota muy querida
por mí respondía también al nombre de Puck. Tal vez para Thérèse Schwartze este
animal fuera importante, y de ahí que escribiera su nombre en el ángulo
superior derecho del cuadro, en un guiño afectuoso, como un niño que adorna sus
pertenencias con el nombre de un amigo.)
En
el Museo Frans Hals de Haarlem, además de contemplar obras del genial pintor
que le da nombre, tuve la ocasión de descubrir autores para mí desconocidos
hasta ese momento, como el también holandés Jacobus Van Looy, del cual se
exhibía una serie de cuadros procedentes de una reciente donación. Dicha serie
estaba formada por algún paisaje, un autorretrato y varios rostros infantiles
de singular vitalidad. Entre ellos, me llamó la atención de forma especial el
que encabeza estas líneas, que responde al conciso título de Piet. Con
sencillez compositiva y una extraordinaria capacidad para captar la
espontaneidad de su modelo, Van Looy crea el más encantador retrato infantil
que pude contemplar en mi viaje de este verano por tierras holandesas (lo cual
no es poca cosa: la pintura de los Países Bajos, en especial la del siglo XVII,
es una fuente de deliciosas escenas en las que los niños tienen especial
protagonismo y son captados en actitudes variadas, desde el candor absoluto a
la mayor de las picardías). En la estela de esos ilustres precedentes, Van Looy
elige a un muchacho sencillo, con cierto aire de pilluelo callejero por su
indumentaria, pero con una expresión fresca e inocente que desarma al que lo
contempla. Es fácil perderse en el brillo de esos ojos que parecen incapaces
aún de ver el lado sombrío de la vida. Un dato al margen de lo pictórico añade
un elemento conmovedor a este retrato: el Museo Frans Hals se alza en un
edificio que en el siglo XIX albergó un orfanato, en el que el mismo Van Looy
ingresó tras perder a sus padres a los cinco años. Me gusta pensar en el
artista cuando era un muchacho de la edad de este Piet del retrato, deambulando
en su devenir cotidiano por el mismo espacio que, en una maravillosa carambola
de la existencia, se convertiría en el lugar donde el público admiraría su obra
futura.
En
un rincón del Rijksmuseum de Ámsterdam se encuentra este cuadro titulado David
Leeuw con su familia, obra del pintor barroco holandés Abraham van den
Tempel. Sería fácil pasarlo por alto entre tanta maravilla: los retratos de
austeras familias protestantes resultan rígidos y distantes para la
sensibilidad actual. Pero esta no es una familia cualquiera, porque está unida
por uno de los más maravillosos motivos de alegría colectiva, la música.
Situado al fondo del cuadro, solemne con su vestimenta negra, el padre nos
muestra a su esposa y sus hijos con un ademán de orgullo. Si observamos bien su
rostro, detectaremos en el brillo de sus ojos y en sus labios un gesto de
comedida satisfacción. No es extraño, dado el despliegue de recursos musicales
de este clan familiar. Desde el hijo varón que ocupa el puesto de honor tocando
su viola de gamba hasta el pequeñín, que sujeta un silbato en la mano, pasando
por la hija sentada frente al clavicémbalo y las otras dos que sostienen
partituras, todos los miembros jóvenes del grupo aportan algo a esta particular
orquesta. La madre parecería un mero receptáculo del bebé, de no ser por el
emocionante detalle de su mano enlazada con la de una de las niñas. Hasta el
perro, detenido en una graciosa pose, lleva un collar adornado con cascabeles.
Este grupo familiar destila afecto y concordia. Con su exquisito tratamiento de
las texturas y la elegante disposición de los modelos, van den Tempel nos hace
evocar la armonía de este concierto doméstico, cuyas notas tanto nos gustaría
recuperar.
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