UNA PIZARRA

 
Una pizarra es un espacio en blanco ―un espacio en negro o en verde― que se extiende intacto y lleno de posibilidades, como los minutos que durará la clase a punto de empezar.

El profesor es libre de ignorarla, aprovecharla desde su ángulo superior izquierdo o escribir solo en su parte central, a modo de enorme reclamo a la atención de los alumnos (qué potentes grafitis producen los momentos de efervescencia profesoral). Puede borrarla con esmero o dejarla abarrotada al marcharse, con la esperanza de que la información dure más que su presencia. Puede escribir en ella cifras, palabras o frases completas, unir elementos con flechas, rodear con círculos los datos relevantes, anotar amenazadoras fechas de exámenes, intentar con audacia artística hacer dibujos que evoquen realidades de difícil comprensión. Puede, en el culmen de la claridad y la policromía, usar tizas de colores. Es todo un mundo de posibilidades esa pizarra vacía al comienzo de la clase.

Pero no siempre sucede así. A veces una mano sin identificar convierte al profesor entrante en un arqueólogo que interpreta un mensaje del pasado. Un complejo esquema le informa de la meticulosidad del docente que lo ha precedido o de su propia ignorancia con respecto a las materias ajenas. Un dibujo en una esquina delata la intervención de un autor más joven. Diminutivos, apodos, nombres rodeados por un corazón y despiadadas caricaturas que evocan al menos favorecido del grupo dejan al aire la complicada trama de relaciones de esa edad sentimental y cruel a partes iguales. Un mensaje de bienvenida le informa del buen talante de los alumnos que lo aprecian o de la ironía de los que no lo hacen. Unas siglas o una fecha indescifrables lo sumen en el desconcierto. Una superficie cubierta de polvo habla de una batalla campal durante el cambio de clase entre ejércitos armados con tizas y borradores.

Pero una pizarra es mucho más que una superficie sobre la que escribir.

Es un espacio neutral donde refugiarse en los momentos de sueño o de cansancio. El contacto firme de la tiza se convierte  entonces en un asidero.

Es la seguridad que da poder eliminar cualquier equivocación, sin dejar rastro, con un certero golpe de borrador.

Es el objeto en el que encarnamos nuestras invectivas contra los métodos tradicionales de enseñanza, pero al que acudimos una y otra vez, como a un amante al que no conseguimos dejar del todo.

Es la excusa para dar la espalda durante unos segundos a las decenas de ojos que nos escrutan y nos siguen inquietando a pesar de la veteranía. Detrás de nosotros, el rumor de voces crece y decrece, en un movimiento de vaivén regido por reglas misteriosas.

Es la oportunidad para jugar al gato y al ratón: doy la espalda a mi auditorio y finjo concentrarme en la escritura, me giro de pronto y una risa se corta de cuajo o un brazo se queda paralizado en alto, en trance de arrojar un proyectil.

Es el lugar adonde pugnan por salir los alumnos audaces, mientras los retraídos rezan para mimetizarse con el mobiliario.

Es la fuente del polvillo blanco que nos deja rastros en la ropa y se nos cuela en los pliegues de la mano y por debajo de las uñas, seña de identidad de nuestra condición de enseñantes.

Es la melancolía de los mensajes ya inservibles en las aulas silenciosas y abandonadas al comienzo de las vacaciones.

Puede ser también el motivo de una obra de arte, como la preciosa pizarra de la pintora Tomasa Martín que encabeza esta entrada.

Es, en definitiva, una metáfora de la vida: una laboriosa construcción, un despliegue de conocimientos y entusiasmos y proyectos y dudas por resolver, que en cuestión de segundos regresan a la nada.

Comentarios

  1. Cierto, nunca lo había pensando pero una pizarra es un espacio para muchas vivencias...lo había olvidado...las tecnologías...

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  2. Supongo que las tecnologías crearán también espacios para las vivencias y los recuerdos, pero no puedo evitar sentir un vínculo afectivo especial con mis viejas y queridas pizarras.

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