LOS CUADROS DE AGOSTO (2019)

El más arcaico de los pintores contemporáneos, el ruso Andrey Remnev, recrea el universo hierático y majestuoso de los iconos tradicionales de su tierra en El desenredo del cabello. Para hacer más evidente el homenaje, incluye en el cuadro una clásica representación sacra, una hilera de ángeles con alas, coronas y ropajes dorados, que inclinan sus cabezas en un juego de perfecta simetría. Delante de ellos se desarrolla una escena cotidiana que parece haberse contagiado de la solemnidad de la pintura que le sirve de telón de fondo: el dorado inunda también la indumentaria de las dos figuras femeninas, dispuestas en una pose equilibrada y artificiosa. El delicado detallismo del artista alcanza su más alta expresión en los objetos representados, en el estampado de las telas, en las ondas de la melena, en los instrumentos de peinado meticulosamente dispuestos sobre el asiento. Hay dos elementos de esta cuidada composición que me atraparon desde el primer instante. Uno de ellos es el rostro de la muchacha protagonista, de una serenidad y un magnetismo extraordinarios. El otro, el juego de líneas y ángulos que rigen la disposición de las dos figuras femeninas. El cuerpo de la mujer de pie sirve de marco al lienzo, en una peculiar fusión de lo humano y lo decorativo. Su perfil sigue el mismo ángulo de inclinación que la cabeza torcida de la muchacha, cuya trenza tendida es la línea que une a las dos protagonistas de esta imagen sorprendente, a medio camino entre la ceremoniosidad del arte bizantino y la capacidad de sugerencia del arte moderno.

Una explosión de colorido, una vibrante mezcla de lo ancestral y lo moderno: eso es Mujer chamán de la pintora vizcaína Nekane Manrique. La actividad de esta artista se ha desarrollado en los últimos años entre Senegal y España, lo que explica su interés por el elemento étnico, tan evidente en esta obra. El toque de originalidad viene dado por la fusión de lo tradicional con rasgos absolutamente contemporáneos: el empleo de la pintura acrílica y un estilo dibujístico que remite de inmediato a los grandes iconos del arte pop. En su serie Musas, Manrique explora el mundo femenino, con especial atención a las indumentarias que vinculan a sus protagonistas con sus antepasadas y con un toque de misterio que viene dado por las actitudes pensativas de las modelos o por la omisión de ciertas partes de su anatomía. En Mujer chamán, se lleva a su máxima expresión el recurso de retratar a un personaje ―normalmente de espaldas― cuyo rostro se nos oculta. En este caso, el dinámico encuadre elimina la cabeza y la parte inferior del cuerpo: sólo nos queda la melena larga y salvaje, el atuendo de un colorido radiante y los brazos dispuestos en una actitud de autoprotección. Recortada sobre el más neutro de los fondos, esta mujer chamán es ella misma y a la vez todas las que la han precedido y la seguirán, en esta singular visión moderna de lo eterno.


La película que he visto más recientemente en el cine es Largo viaje hacia la noche, del director chino Bi Gan. Se trata de una cinta llena de poesía y misterio a partes iguales; sus imágenes remiten con insistencia al mundo de los sueños y a los universos privados de artistas que han sabido explorar territorios al margen de la razón. Un elemento importante en la trama es una casa que los personajes recuerdan con insistencia. No es un lugar cualquiera, sino que tiene la sorprendente cualidad de dar vueltas. Me bastó con oírla mencionar para que me viniera a la cabeza este cuadro de Paul Klee, que responde precisamente al título Casa giratoria. Como sucede siempre en las obras de este artista, este cuadro presenta una realidad inexplicable que apela a nuestra parte más infantil y menos lógica. La casa de Klee ha extendido a su alrededor sus distintos elementos, sus ventanas, chimeneas y escaleras, como una enorme hélice que le imprime la capacidad de girar sobre sí misma. Todo es posible en el mundo de Klee, todo es un juego delicioso. En la película de Bi Gan, el reencuentro de los amantes protagonistas se producía en una habitación que comenzaba a dar vueltas en torno a la pareja. El amor, como el arte y como los juegos infantiles, es así: una pérdida de referencias, un salto al vacío, un torbellino por el que resulta inevitable dejarse engullir.


Me encanta que el arte y la literatura se den la mano. Esta vez, la conexión se ha producido en Un nido de víboras, novela de la serie del comisario Montalbano, que comienza con una escena sorprendente: el protagonista sueña que se encuentra inmerso en una selva en compañía de su novia Livia. Pero no se trata de una selva real, sino pintada por el rey de los espacios inventados, el aduanero Rousseau. Por más señas, los dos personajes creados por Camilleri se han introducido en el célebre cuadro titulado El sueño. Han pasado años desde que traje a esta sección una obra de este artista que hizo de sus limitaciones una deliciosa seña de identidad. El componente onírico característico de su producción se hace en este caso explícito, y no solo por el título: la figura femenina (al parecer, un retrato de Yadwigha, amante del pintor) está recostada en un sofá que se ha visto misteriosamente desgajado de su entorno doméstico para ubicarse en un bosque tropical. La mujer que sueña y el sueño mismo están así representados en un único plano, con idénticos detalle y grado de realidad (o irrealidad). Con el escenario de dicho sueño se puede jugar a descubrir las presencias semiocultas en la espesura: dos leones, un elefante, una serpiente, dos aves y varios simios encajan como piezas de un puzle en el conjunto abigarrado, lleno de colorido. En el centro de la composición, mimetizado casi con el entorno vegetal, se encuentra un hombre de piel oscura que toca la flauta. Se diría que es su música la que pone en funcionamiento los engranajes de este mundo de fantasía. Todo es encantador e ilusorio en este paisaje de Rousseau. En el caso improbable de que pudiera elegir, sería sin duda en esta selva donde me gustaría perderme.

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