DAVID FRENTE A GOLIAT
Me enamoré de Greta Thunberg cuando supe cuál era el germen
de su tenaz conciencia ecológica. Es posible que me hubiera enamorado de ella
en cualquier caso, pero la historia que subyace tras su increíble dedicación a
la lucha contra el cambio climático me parece propia de un personaje de novela.
Greta tenía ocho años cuando vio un documental sobre el
deshielo del Ártico. Es lo mismo que le sucede en los últimos tiempos a un
porcentaje elevadísimo de los niños del primer mundo, tan adiestrados en temas medioambientales.
Pero Greta no era una niña común: faltaban tres años para que le diagnosticaran
síndrome de Asperger. Es probable que dicho trastorno favoreciera el hecho de
que las imágenes del documental quedaran grabadas en su cerebro de forma
indeleble. En ellas se veía a osos polares hambrientos y a mamíferos marinos
asfixiados por los plásticos. Otra persona de su edad se habría impresionado,
habría sufrido incluso con la contemplación de semejantes calamidades, y
después habría vuelto a su vida. Pero Greta no. Aquellas imágenes desoladoras
quedaron almacenadas en su mente, destilando una rabia y una angustia que
terminó por desbordarse.
Antes de las acciones públicas que la hicieron saltar a la
fama mundial, la pequeña Greta comenzó por el ámbito privado. Consiguió cambiar
los hábitos alimenticios de su familia e incluso que su madre, una famosa
cantante de ópera, renunciara al uso del avión, medio de transporte que tan
elevado coste tiene para la salud del planeta. Supongo que debe de ser una
presencia incómoda esta pequeña Greta de conciencia inflexible, perpetuo
recordatorio de las graves consecuencias de nuestros actos cotidianos. Con su
seriedad habitual, ha contado en alguna entrevista las leves fisuras del
veganismo abrazado por su familia: al parecer, su madre se levanta por la noche
para comer queso a escondidas. No es una anécdota tan intrascendente como parece;
todos tenemos algún queso que comemos cuando nadie nos mira ―una dependencia
del vehículo privado, un constante despilfarro de objetos de plástico― en esta
lucha sin cuartel contra el desastre climático.
Luego llegó el 20 de agosto de 2018. Todo el mundo conoce la
historia: la ya adolescente Greta Thunberg decide faltar a clase y se sienta
frente al parlamento con una pancarta. Mi imagen favorita de ella la muestra
muy pequeña y humilde, al pie de una sólida fachada, con una mochila rosa y un
cartel que lanza al mundo su contundente mensaje: Huelga escolar por el clima.
Un ser diminuto enfrentado al peso de toneladas de hábitos enraizados e
intereses económicos. David frente a Goliat. Desde entonces, la hemos visto con
frecuencia cada vez mayor en las noticias y en la prensa, rodeada de altos
mandatarios, lanzando sus discursos nada complacientes en la cara misma de los
que tienen en sus manos ―o tal vez ya ni siquiera ellos― el destino del planeta.
Greta despierta pasiones, especialmente entre nuestros jóvenes. Hoy he empezado
el día con una fotografía de El País que muestra a una alumna mía
esgrimiendo una pancarta llena de ingenio en la manifestación global por el
clima del pasado viernes. El orgullo de tutora, he de decirlo aquí, me
desborda. Pero hasta los personajes más nobles y entregados despiertan encono.
Rectifico: despiertan encono precisamente por su nobleza y entrega. Y confieso
que, en ese sentido, el caso de Greta Thunberg empieza a hacerme sufrir. Veo a
esta joven de expresión concentrada recibiendo la condescendencia o el
desprecio de tiburones encorbatados, leo los comentarios jocosos o y los
insultos que pululan por las redes, lanzados lo mismo por algún líder mundial
que por una masa anónima tan imparable como la del plástico que cubre nuestros
océanos, y siento pena y rabia a partes iguales. Admiro a esta joven obstinada
y a la vez estoy deseando que regrese a su ciudad, a su familia y a sus clases,
a sus deportes, sus paseos y sus mascotas. La quiero una chica más de dieciséis
años. Por favor, Greta, vuelve a casa. Ya has lanzado la honda, como el pastor
David. Deja que sean otros, esa marea descomunal de seres pequeños que has levantado
con tu constancia, los que luchen contra el gigante.
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