LECTURAS DEL PASADO INVIERNO (2019)
En una maravillosa
sincronía, llegan las vacaciones de Navidad casi a la vez que cae en mis manos
la última novela de Haruki Murakami. La falta de espacio en mi casa me impide
adquirir ejemplares en papel y me obliga a ser usuaria asidua de las
bibliotecas públicas, lo que supone, en el caso de obras muy demandadas como
esta, apuntarme en una larga lista de espera y aguardar pacientemente durante
semanas. Así que ―coincidencia feliz― me ha llegado el turno justo cuando se
acercaba el final de trimestre. Aquí la tengo conmigo al fin, y las páginas que
he podido leer hasta el momento me han desvelado otra afortunada coincidencia:
Murakami elige en esta ocasión la pintura como base de su argumento. Un pintor
que se gana la vida como retratista, un cliente difícil de retratar y un
misterioso cuadro titulado La muerte del comendador son los ejes sobre
los que se vertebra una trama que intriga desde el primer momento. El subtítulo
Libro I hace prever una historia larga, pero aun así, Murakami no pierde
el tiempo a la hora de enganchar a su lector. O, quizá, es que esta lectora es
especialmente “enganchable” cuando se juntan su japonés favorito y uno de los
temas que más le interesan en la vida. ¿Murakami + pintura…? Me cuesta imaginar
una combinación mejor. Espero que se me perdone la brevedad de esta reseña: me
corre prisa reanudar mi lectura.
El escritor y editor
británico Richard Cohen rastrea en un buen número de autores y obras narrativas
(en realidad, el título de este libro debería ser Cómo piensan los
novelistas) para hablar de los entresijos de la creación. Qué formas de
comenzar una historia son las más eficaces, cómo el punto de vista modifica la
impresión que recibe el lector, de qué recursos se han servido los grandes para
crear personajes inolvidables, cómo precisar el escurridizo concepto de plagio…
Cada capítulo está dedicado a uno de los elementos que integran el complejo
andamiaje de una obra narrativa. Ejemplos de escritores entre los siglos XVIII
y XXI jalonan las reflexiones de Cohen y crean un conjunto ameno y sumamente
esclarecedor; todo un lujo tanto para los que tienen por oficio o afición
escribir como para los lectores que gustan de asomarse a la trastienda de las
obras que aman. Un dato curioso: la editorial Blakie Books ha sacado el libro
con dos cubiertas, una con la efigie de Jane Austen y otra con la de Mark
Twain. Ese sentido igualitario contrasta con el notorio predominio de los
autores sobre las autoras en los ejemplos que ilustran el ensayo, como es usual
hasta hoy en las historias de la Literatura. Quiero creer que las obras de este
tipo escritas en un futuro no muy lejano podrán, sin necesidad de forzar las
cosas, corregir de forma natural ese desequilibrio.
No todos los novelistas
tienen entre sus antepasados a un duque francés que huyó de sus raíces para
adentrarse en una vida y un continente nuevos. Gioconda Belli sí, y aprovecha
muy bien esa historia para crear la trama de Las fiebres de la memoria.
Cuenta la autora que las hojas que contenían el testimonio de su tatarabuelo
Charles Théobald Choiseul de Praslin aparecieron en un falso techo de una
residencia familiar, dentro de una caja de lata. Se descubrió así lo que tenía
de histórica la figura de ese casi legendario noble francés que a mediados del
XIX se instaló misteriosamente en una apartada población de Nicaragua. El
azaroso hallazgo del manuscrito podría servir de base a otra novela, pero en
esta, la autora elige desaparecer y ceder la voz narrativa al atormentado
protagonista, que huye de París por un terrible incidente que lo obliga a
afrontar una vida de proscrito. Crea así una novela de aroma clásico, llena de
peripecias y aventuras, que nos habla a la vez de temas tan graves como el
remordimiento, la necesidad de perdonarse a uno mismo y las segundas
oportunidades. La narración se abre con un párrafo absolutamente estimulante: «¿Qué
piensan los enterradores? ¿Qué pensaron quienes cargaron mi féretro en la noche
húmeda y calurosa de agosto en París?» Un eficaz acicate para las ganas de
leer.
«Si un día de sol toman
ustedes el sendero que sube del puentecillo de madera, aún llamado por estos
alrededores “el Puente de las Vacilaciones”, no tendrán que andar mucho hasta
ver, entre las copas de dos árboles ginkgo, el tejado de mi casa». Este es el
delicado y pictórico ―no podía ser de otra manera― arranque de Un artista
del mundo flotante de Kazuo Ishiguro. Como es habitual en las novelas de
este autor, la acción se sitúa en un Nagasaki posterior a la destrucción
atómica, en el que aún se dejan sentir las huellas físicas y morales de la
catástrofe. Y, sin embargo, no hay cesiones al dramatismo: la trama se
desarrolla suavemente, al hilo de los recuerdos del narrador protagonista, una
antigua gloria del panorama artístico japonés cuyo presente discurre entre
pequeñas preocupaciones cotidianas, en especial las que rodean a la boda de su
hija menor. Las relaciones familiares, el contraste entre generaciones, la
pervivencia de la tradición, los hechos del pasado que no se pueden cambiar y
que pesan en la conciencia son las ideas cruciales de este repaso a toda una
existencia realizado con absoluta libertad, saltando de un momento a otro, con
ese poder de mezclar pasado y presente que nos otorga la memoria y con una
exquisita atención a los escenarios que solo puede derivarse de la mirada de un
pintor.
Con cierta frecuencia, un
título me atrae hacia un libro que no me habría llamado la atención de haberse
llamado de otra manera. Así me sucedió con este: El arte sueco de ordenar
antes de morir. Hay en él una curiosa mezcla entre lo cotidiano y lo
macabro, lo angustioso y lo tranquilizador, que me llevó a fijarme en él de
inmediato. A eso se unía, claro está, la sorprendente presencia del gentilicio.
¿Por qué la labor de dejar ordenados los asuntos en la última etapa de la vida
se calificaba como “sueca”? Podría responderse que porque esa es la
nacionalidad de la autora del libro en cuestión. Apenas comenzada la lectura,
descubrí una razón más: la lengua sueca tiene una palabra, döstädning,
que significa exactamente eso. Dö significa “muerte” y städning,
“limpieza, orden”. Ignoro si existe otra lengua que posea un término
equivalente, pero, mientras lo descubra, una anciana sueca como Margareta
Magnusson me parece la persona ideal para aconsejarme sobre la forma de dejar
bien ordenados mis asuntos materiales de forma que nadie (conocido o ajeno a
mí) tenga que cargar tras mi muerte con semejante tarea. ¿Que no es probable
que me muera pronto? Nunca se sabe. Y, en cualquier caso, la lectura de este
libro es una preciosa excusa para repasar con su autora las posesiones
materiales del más variado tipo (muebles, ropa, adornos, libros, cartas,
fotografías, plantas e incluso mascotas) que son un compendio de su vida ―y de
la nuestra―, pero de los que en un momento dado hay que prescindir para
deshacerse de ellos o hacer que tengan una nueva oportunidad en otras manos.
«La humanidad no me
interesaba, hasta me asqueaba, no consideraba ni remotamente a los humanos mis
hermanos, y menos aún si pensaba en una fracción más restringida de la
humanidad como la que constituían, por ejemplo, mis compatriotas o mis antiguos
colegas». Esta es la áspera concepción del mundo del protagonista y narrador de
la novela Sumisión, del escritor francés Michel Houellebeq. Me admira la
audacia de ciertos autores para adoptar el punto de vista de un personaje
antipático y ceñirse durante cientos de páginas a la ingrata labor de
transmitir la realidad a través de sus ojos; me admira, en definitiva, su
capacidad para no caer en la tentación ―tan humana― de buscar la complicidad
del lector por medio de un protagonista simpático, entrañable o digno de
admiración. Nada de esto es François, el profesor universitario que protagoniza
la trama de Sumisión. Egoísta, huraño, negado para la empatía,
consagrado a la solitaria ―casi me atrevería a decir que inútil― tarea de
glosar la obra de un escritor decimonónico, incapaz de establecer con las
mujeres algo más que relaciones utilitarias, este tipo con el que nos
avergüenza identificarnos es el testigo de un giro sorprendente en la situación
política y social de Francia en un futuro próximo. Y aquí viene la segunda
audacia de Houellebeq, mucho más conocida que la que acabo de comentar: su
novela cuenta el fulgurante ascenso en el panorama político francés de
un partido musulmán y la consiguiente islamización de la sociedad. Houellebeq
ha sido acusado de provocador o de alentar la islamofobia; en mi opinión se
trata de una visión simplificadora de un autor profundamente pesimista y que,
en medio de su desengaño, no toma partido por nadie. Sumisión me ha
parecido una novela valiente e inquietante, escrita con increíble soltura y
abierta a múltiples lecturas, que van desde la evidente fábula política hasta la
reflexión sobre la condición humana.
Vaya, no leí ninguno de estos títulos... Y me ha llamado la atención, mucho, "El arte sueco de ordenar antes de morir". Algo tan importante y que casi nunca se presta atención.
ResponderEliminarSerá el próximo, en cuanto termine el que estoy leyendo.
Gracias por presentarlos...
Abrazos.
Pues casi mejor así: una reseña cumple su función cuando la lee alguien que no conoce el libro al que se refiere. "El arte sueco..." es una obra curiosísima, llena de sensibilidad y ternura. Ya me contarás qué te ha parecido.
ResponderEliminarGracias a ti por ser tan receptiva. Un abrazo.