LOS CUADROS DE ENERO (2019)
Me encanta el Surrealismo elegante de Paul Delvaux y por ello vuelvo a él cada cierto tiempo. La terraza es un lienzo inconfundiblemente suyo por la arquitectura de inspiración clásica y, sobre todo, por la presencia de sus habituales figuras femeninas bellas y ensimismadas. Delvaux parece atenuar aquí los elementos oníricos tan frecuentes en su obra y abandona la ambientación nocturna para crear un paisaje amplio y apacible, bañado por una hermosa luz solar. Todo es claridad y buenas maneras en esta escena nada inquietante a primera vista. Y, sin embargo, el que contempla el cuadro durante un rato tiene la impresión de que existe algo oculto que se le escapa. ¿Qué están haciendo estas mujeres tan cercanas unas a otras pero cuyas miradas no se cruzan entre sí? ¿Es real esa ciudad antigua extrañamente intacta que se divisa al otro lado del agua? ¿Y esas mujeres semidesnudas, unánimes como estatuas, en medio de la escalinata? La arquitectura de la terraza, realista en apariencia, tiene sus puntos de desconcierto, como el frontón hueco en el cual se abre una curiosa vidriera dividida en dos. Cuanto más claro y ordenado, más sutil es el Surrealismo de Delvaux y más nos intriga. La terraza nos deja una sensación parecida a la de esos sueños que nos perturban sin motivo aparente, porque presentimos una corriente turbia bajo su superficie inofensiva.
Nunca pasa demasiado
tiempo sin que traiga a esta sección un cuadro que se asome al lado más
sencillo de la realidad. Me atrae la aparente desproporción entre un motivo
insignificante y el laborioso trabajo del artista que lo toma como tema central
de una obra; también me interesa la capacidad de una mirada sensible para
otorgar trascendencia a un detalle mínimo. Por todo ello, me atrajo de
inmediato esta naturaleza muerta del pintor británico Euan Uglow que lleva el
nada pretencioso título de Margarita en una botella de agua. Como si la
humildad del motivo alcanzara también el aspecto material, el artista elige
como soporte dos tablas cuyo ensamblaje queda a la vista del espectador, lo
cual dota al resultado de un carácter modesto, de pintura pobre de medios pero
rica en capacidad para emocionar. Uglow concede una especial importancia al
dibujo y crea una composición en la que los elementos tienen un carácter casi
escultórico. La aparente carencia de pretensiones contrasta con un impecable
dominio técnico en la recreación de las texturas y volúmenes: el juego de
reflejos sobre la superficie de la botella, el realismo en la plasmación del
agua y los pliegues del mantel, extendido sobre la mesa con una increíble
sensación de corporeidad. Me gusta evocar a este artista meticuloso trabajando
lenta y metódicamente, con los ojos prendidos en un rincón vulgar que una
mirada menos atenta habría pasado por alto.
La recientemente clausurada exposición Redescubriendo el Mediterráneo de la fundación Mapfre me ha traído varias sorpresas agradables. Una de ellas, descubrir ―o redescubrir tal vez, porque su figura no me resulta del todo desconocida― al pintor italiano Massimo Campigli. Nacido en Berlín con el nombre de Max Ihlenfeldt, Campligli es un ejemplo de reinvención de los orígenes y asimilación a una cultura distinta a la propia. Inmerso en los ambientes artísticos en plena irrupción de la vanguardia, es una curiosa mezcla entre ruptura formal y recuperación de los ancestros, como se puede apreciar en este cuadro, titulado Las mujeres de los marineros. La simplificación de volúmenes propia del Cubismo se une a un tema tradicional y a un primitivismo en la elaboración que nos traen el aroma de épocas pasadas. Campigli araña la superficie del lienzo hasta producir la impresión de una pintura mural de la antigüedad, deteriorada por el tiempo y los elementos. La disposición de las figuras femeninas es el principal recurso expresivo de este cuadro sencillo y emocionante que habla de hermandad y de añoranza de los ausentes. En un espacio indefinido, en el que el mar está apenas esbozado, las mujeres se agrupan, se emparejan o reflexionan a solas sobre la ausencia de sus hombres. Es precioso, en su simplicidad, el dúo central, con el contraste de sus vestidos blanco y negro y la unión que representan el único chal y la sombrilla compartida. Casi todas las protagonistas de la escena aparecen de espaldas, oteando el horizonte, despidiendo o recibiendo un barco cuya silueta no se nos muestra. Solo la mujer de la derecha, sola y sin rostro, vuelta hacia el espectador, parece meditar ensimismada sobre la soledad y la ausencia.
El escultor Julio
González se acercó en algunas ocasiones a la pintura y lo hizo, como no podía
ser de otra forma, dando una importancia primordial a los volúmenes. Como
sucede en este cuadro, titulado Dos mujeres, sus personajes aparecen
tratados con una especial atención a la materia: tienen una consistencia
terrosa, como si el artista modelara en lugar de pintar y hubiera extraído del
barro las figuras de las dos protagonistas. A esto se une la claridad de la
composición, creada por el perfecto ensamblaje de los dos cuerpos, que ocupan
casi por completo el lienzo, y por la contraposición de colores básicos. Julio
González parece preocupado por el juego de los volúmenes, las texturas, las
formas que encajan en el espacio. Lo singular es que este empeño formal da como
resultado una obra dotada de una extraordinaria animación. La melancólica
mirada de la mujer situada en primer plano es subyugante: uno puede situarse
largo rato frente a ella y hacer conjeturas sobre su origen. ¿Nostalgia,
aburrimiento, desesperanza, mero cansancio de existir…? Tras ella, alcanzamos a
ver a medias el rostro de la otra protagonista del cuadro, dispuesta en una
postura ambivalente. ¿Está apoyada en su compañera en un gesto de desaliento o
simplemente se concentra en arreglar su peinado? Cuando más contemplo esta obra
sencilla en apariencia, más la encuentro plena de significado.
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