DESAHOGO

A mí no me hacen falta grandes cosas para sentir de vez en cuando un furibundo odio hacia la humanidad. Ni ver el telediario con su repertorio de iniquidades, ni leer los titulares de prensa plagados de motivos para la subversión, ni escuchar el lamentable juego de violentas diatribas en que se ha transformado nuestro polarizado panorama político de los últimos tiempos. A veces me basta con un pequeño incidente de esos que englobamos en nuestro vivir cotidiano, pero en el que me parece que se resume toda la mezquindad y estupidez de esta especie optimistamente denominada sapiens. Hoy he vivido una de esas situaciones. Tengo ya un extenso repertorio de ellas a mis espaldas, pero no me acostumbro.

Iba yo, cómo no, al volante. Digo esto porque una de las mejores formas de acceder al lado más penoso de una colectividad es desplazarse en coche por sus dominios. Al dar la vuelta a una esquina, he visto que un poco más adelante había un coche parado a la derecha de la calzada, junto a un portal, esperando la aparición de alguien que, de momento, no se veía por parte alguna. Había suficiente espacio para pasar por su izquierda, así que la cosa no habría revestido importancia alguna de no ser porque mientras me acercaba se produjo una confluencia de factores: el primero, un taxi que circulaba delante de mí y que, tras rebasar al coche detenido, se paró justo delante, taponando el espacio que quedaba libre. El segundo, un vehículo que dobló en ese instante la esquina detrás del mío y que, como descubrí instantes después, iba conducido por un energúmeno.

Frené y me dispuse a esperar, pensando que, en la tranquilidad de la sobremesa del sábado, nadie tendría especiales motivos para la prisa. Había además un factor añadido para comprender la extraña decisión del taxista de obstaculizar por completo el tráfico: la puerta del vehículo se abrió para dar paso a un señor anciano que caminaba con dificultad apoyado en un bastón, con la ayuda de dos personas más jóvenes. El taxista, supuse, intentaba acercar a sus viajeros lo más posible a su destino. Pero entonces sucedió algo inesperado. El conductor de detrás ―al volante de su  automóvil blanco, lujoso e impoluto― me dio las luces. Me resistí a caer en las garras del enfado e intenté bromear conmigo misma, diciéndome que tal vez me estaba pidiendo que rebasara volando a los dos coches que ocupaban la vía. Volvió a hacerlo. Una ráfaga de luces de nuevo. Me salió un elocuente gesto de impaciencia, que sin duda captó. Entonces ocurrió. Uno de esos hechos que hacen que, en un segundo, pase de cero a cien la intensidad de mi ira. El conductor del lujoso, blanco e impoluto coche de detrás apretó la bocina con todas sus ganas. Ni me lo pensé. Hice algo que siempre ―lo confieso― había querido hacer. Eché el freno de mano, abrí la puerta y me planté en medio de la calzada. Con toda la potencia de mis pulmones, exclamé algo así como:

―Está saliendo del taxi un señor mayor, así que deje de pitar, por favor.

He hecho teatro y he dado clase a grupos de niños ruidosos durante muchos años, así que creo que mi voz debió de oírse incluso varios pisos por encima de la calle. Aun así, el conductor del coche blanco, impoluto, etc., se llevó una mano a la oreja en un gesto despectivo, indicando que no me oía. Creo que habría sido mejor que me respondiera airadamente: la suficiencia del que se cree superior me subleva como la mayor de las ofensas. A todo esto, los dos coches que habían sido causantes indirectos del incidente habían desaparecido como por arte de magia y, cuando regresé al interior del mío, me encontré con la calle despejada para circular, excepto por un pequeño detalle: el anciano y sus dos acompañantes estaban en la acera, frente a un paso de cebra, sin atreverse a cruzar. Fue un momento delicioso. Avancé apenas unos metros, volví a frenar y les hice un gesto ceremonioso con la mano. Pasen ustedes, les indiqué.

Hay instantes de privilegio. El lento caminar del anciano del bastón, los segundos robados al deseo de devorar las calles del tipo prepotente del coche sin mácula, me supieron a gloria. A través del retrovisor, lo vi hacer gestos iracundos. Le correspondí con unos cuantos de los más expresivos de mi repertorio, lo reconozco. En medio de mi estallido de furor, capté la mirada de gratitud de la señora que acompañaba al anciano. Me reconfortó. Tal vez, después de todo, mi odio furibundo se dirige sólo contra una parte de la humanidad.

Comentarios

  1. El mundo està lleno de energùmenos al volante. Me encanta que te parasesq. Olè

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  2. Gracias por tu comentario, Lola. Estoy segura de que tú también lo habrías hecho.

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  3. Muy bien hecho, así se le bajan los humos a tipejos de esa calaña. Últimamente encontrar a alguien con un mínimo de educación es misión imposible. Un abrazo, Beatriz.

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  4. Últimamente encontrar un mínimo de educación y empatía es como buscar una aguja en un pajar.

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  5. Tienes razón, Mª Rosa. Yo me desespero. No sé si achacarlo a que la mala educación campa a sus anchas o a que voy alcanzando cierta edad... Un abrazo.

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