ELOGIO DEL PAPEL
Hace
un año por estas mismas fechas llegó a mis manos un regalo que me ha hecho
mucha compañía. Se trata de un libro electrónico que ha viajado pegado a mí, en
trayectos cortos y largos, poblado con su prodigiosa profusión de voces e
historias. Hemos compartido ratos perdidos en cafés, viajes en metro y avión, noches
de insomnio en hoteles, esperas de amigos que se demoraban. A pesar de mis
reticencias iniciales, no dudo en calificar de idilio lo que me ha unido a él
(los amores inesperados tienen ese encanto especial que les otorga el
desconcierto). Pero eso no me ha impedido, durante este año que se acerca a su
fin, tener felices encuentros con libros en papel. Soy así de veleidosa.
Lo
he comentado en varias ocasiones en este espacio y sus lectores habituales tal
vez lo recuerden: a mí los libros que me hacen más feliz, en un plano que
rebasa lo intelectual para adentrarse en el mundo de los sentidos, son los de
la editorial Impedimenta. Siempre que
husmeo por librerías me detengo frente a ellos. Tienen una sobrecubierta rugosa que
me atrae poderosamente y me impele a pasar por ella las yemas de los dedos
para notar su contacto irregular, de cartón que parece bregado en mil batallas,
salido del fondo de un arcón hallado en una de esas buhardillas que pueblan las
historias de lectores compulsivos y solitarios. Al abrirlos, se produce el
doble milagro de sus hojas ahuesadas y gruesas ―un punto más amarillentas y
fuertes que las de las editoriales al uso― y de un olor a nuevo que contrasta
con la sensación general de antigüedad. Los libros de Impedimenta parecen viejos pero huelen a ejemplar recién impreso;
tienen aspecto frágil pero resisten mil lecturas con la sorprendente
flexibilidad de sus cubiertas. Están llenos, además, de detalles encantadores:
el marcapáginas que reproduce la cubierta, el elegante logotipo que evoca una
columna dórica, las delicadas ilustraciones que preceden a los capítulos, las imágenes
de la portada. Pero esto último merece una mención aparte.
Hay
alguien en el departamento de diseño de esta editorial que se dedica una y otra
vez a crear cubiertas con obras de artistas que me encantan. Pondré ejemplos
que han llegado a mis manos este año. Se trata de dos libros de cuentos: Para leer al anochecer, una antología de
relatos de fantasmas de Charles Dickens, y los Cuentos inquietantes de Edith Wharton.
En
la cubierta del primero aparece un cuadro de un pintor cuyas creaciones no me
canso de admirar, el británico John Atkinson Grimshaw, autor de paisajes
sombríos y nebulosos, rey de la indefinición y el misterio; perfecta
encarnación, en definitiva, del espíritu de las narraciones de terror de la era
victoriana. En el segundo me sorprendió encontrar la reproducción de una obra
que había descubierto hacía muy poco: Paisaje
urbano del holandés Albert Carel Willink, increíble plasmación del mundo
onírico a través de una calle desierta que posee, sin embargo, una extraña
animación que emana de los propios edificios. La casualidad ―era una obra que
había comentado hacía poco en mi sección Los
cuadros de la semana― me empujó a llevarme el libro a casa sin vacilar.
Descubrí así el mundo ambiguo y desazonante de Edith Wharton, narradora sutil
donde las haya. Mi felicidad ha sido completa: si tuviera que salvar de un
desastre unos pocos ejemplares de mi biblioteca, este sería sin duda uno de los
elegidos.
Puedo
mencionar también otros momentos de este año en que el disfrute del papel ha
estado unido al nombre de Impedimenta:
las exquisitas ediciones de Pandora
de Henry James y La flor azul de
Penelope Fitzgerald, así como el descubrimiento de una ilustradora maravillosa,
la israelí Gabriella Barouch, en la edición de la novela más perturbadora que
he leído en los últimos tiempos, Oso,
de Marian Engel. Pero la relación entre los dibujos de Barouch y la oscura
fábula de Engel sobre el encuentro con nuestras pulsiones más oscuras y
animales se merece una entrada aparte en este blog y la tendrá en breve.
Una
última cuestión. Hace poco, leyendo la página de créditos de un libro de Impedimenta, descubrí que esta editorial
tiene su sede a dos portales de la casa de mis padres, donde pasé los primeros veinticuatro
años de mi vida. Permitidme fantasear: a lo mejor el espíritu de mi infancia y
mi primera juventud se ha quedado rondando por allí y se permite colarse ―es
muy joven, comprendedlo― en las reuniones de la junta editorial para susurrar
sugerencias al oído de sus miembros. Le hacen caso con frecuencia. Se ve que es
muy persuasivo.
Comentarios
Publicar un comentario