AÑICOS

Escucho por la radio que el viernes pasado se produjo un doble atentado terrorista en la ciudad nigeriana de Madagali. Las responsables fueron dos niñas de unos siete años que hicieron explotar las bombas que llevaban adheridas al cuerpo en medio de un concurrido mercado.

La primera imagen ―inevitable― que me viene a la cabeza es la de los dos menudos cuerpecitos un segundo antes de activar los explosivos, cuando todavía los ojos ocupaban su lugar en el rostro,  los troncos estaban intactos, las piernas servían para desplazarse y las manos cumplían su función (entre otras, la de detonar una bomba). A continuación, pienso en el entorno abigarrado de gente, voces, colores, vida. Cuerpos y cuerpos en estrecha relación, que un instante después saltaron por el aire hechos pedazos.

Cada vez que escucho por la radio una noticia como esta, siento que algo más que víctimas y agresores (¿víctimas también?) se fracturan en un macabro mosaico de piezas imposibles de recomponer. Cada vez que sé de un niño o un joven o una colegiala que hace estallar el mundo que le rodea empezando por su propia persona, noto que estallan en mil pedazos muchas otras cosas: mi necesidad de entender los motivos ajenos, la capacidad de reconocerme en mis congéneres, la ilusión de que la historia humana sea algo más que un infernal batiburrillo de avances y retrocesos, barbaries enquistadas y esperanzas que saltan por los aires, reducidas a añicos.

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