LOS CUADROS DE SEPTIEMBRE (2016)
El
año comienza en septiembre: es una máxima de sobra conocida por los que estamos
vinculados al mundo académico. Y como todos los comienzos de año, busco eco del
retorno a las aulas en otras épocas y otras miradas. En este caso me sirve de
ayuda el pintor francés Jules Bastien-Lepage (1848-1884), que a su prematura
muerte dejó tras sí una amplia e interesante producción. Se le suele enclavar
dentro del movimiento naturalista; en consonancia con ello, su atención se
detiene con frecuencia en las clases desfavorecidas, a las que inmortaliza con
ternura y respeto. De camino a la escuela
es una de sus obras más conocidas, sin duda por el carácter entrañable del tema
y de la modelo. Esta pequeña que clava en nosotros su mirada seria y atenta
parece consciente de la importancia que el paso que está dando tendrá en su
vida futura. Las fachadas sobrias de los edificios que la flanquean y su seria
indumentaria de tonos oscuros nos hablan de su extracción humilde. El cuadro
está lleno de detalles encantadores: la sencilla bolsa por cuyo borde asoman
los instrumentos de estudio, la capucha fabricada con un saco de arpillera y
primosoramente adornada con pompones. La abrigada vestimenta que apenas deja a
la vista el rostro infantil refleja las duras condiciones que acompañan este
camino a la escuela en el cual, parece decirnos el artista, se cifra la
esperanza del porvenir.
Hay
cuadros cuyo éxito se basa en la elección cromática. No puedo imaginar a esta Dama tocando el laúd envuelta en un color
distinto al verde profundo y acariciador de su vestido. El italiano Bartolomeo
Veneto realizó en colaboración con pintores de su taller este retrato que,
durante un tiempo, fue atribuido a Leonardo da Vinci; no es de extrañar, dada
la extraordinaria factura de la obra, la misteriosa delicadeza de la modelo ―tan
en la línea de las mujeres de Leonardo―
y los escasos datos que se conservan sobre su auténtico autor. Pero
volvamos al tema del colorido. En un cuadro que tiene como elemento central la
música, Veneto consigue un prodigio de armonía con la combinación de verdes,
ocres y dorados. El personaje emerge de un fondo oscuro que lo sitúa en un
ámbito indeterminado, al margen de las contingencias humanas. Hay, de hecho,
algo sobrenatural en este ser cuya iconografía se acerca a la de los populares
ángeles tañedores de laúd. Su lado carnal hay que buscarlo en los hombros
desnudos, en el juego de la melena y en la sonrisa contenida. ¿Y qué decir de
sus ojos? Melancólicos, pensativos, llenos de sabiduría a pesar de su juventud.
Si alguna vez visito el Getty Museum, donde esta dama sigue acariciando las
cuerdas de su laúd después de cinco siglos, espero poder escrutar durante largo
rato esa mirada llena de enigmas.
Este
verano se me ha hecho tan largo que quiero celebrar en esta sección el alivio
de los rigores estivales. El pintor italiano Giovanni Boldini (1842-1931) nos
da su peculiar visión del otoño en el cuadro titulado Estatua en el parque de Versalles. Boldini es un artista muy
dinámico, de pinceladas sueltas y enérgicas, con cierta tendencia al
alargamiento de las figuras o a la elección de un punto de vista singular. Lo
que podría haber sido la enésima reversión del clásico tema del jardín otoñal
se convierte de su mano en una imagen distinta, de gran fuerza expresiva. La
escena está habitada por seres inanimados que, sin embargo, rebosan de vida y
movimiento: la vegetación es arrebatada por el viento, la inmovilidad de la
estatua parece puramente transitoria, el paisaje del fondo tiembla gracias a
los vigorosos trazos del artista. El precioso juego de amarillos y ocres
enciende este conjunto lleno de gracia y animación. Sorprende, sobre todo, la
disposición en primer plano de unas hojas de enorme tamaño que cruzan la
perspectiva justo frente a nuestros ojos, incluyéndonos en el torbellino de
este otoño en el que no hay lugar para la melancolía.
Ayer
visité en CaixaForum una exposición con una muestra de los fondos de la
colección Phillips, fruto del extraordinario instinto de su fundador, el
coleccionista estadounidense Duncan Phillips, para distinguir el talento
pictórico y apostar por artistas que con frecuencia no eran aún reconocidos en
el momento en que él los descubrió. Estaban allí representados pintores que me
son muy queridos, y me di cuenta de que uno de ellos todavía no había hecho
acto de presencia en esta sección: el francés Édouard Vuillard (1868-1940),
perteneciente al grupo de los Nabis.
Vuillard, como sus compañeros de escuela, es un mago del color y del diseño. El
lienzo es para él un campo de exploración en el que acomete con idéntico espíritu
el retrato de personajes humanos y la plasmación de los objetos que los rodean.
Piel, tela, elemento vegetal: todo lo que la realidad le ofrece es una excusa
para su gozosa exploración, para la creación de un mundo personal en que lo
vivo y lo inanimado se dan la mano. Sirva de ejemplo este precioso y colorido
cuadro titulado El tocador. Las
mujeres, las flores y los tejidos que inspiran al artista se equiparan en
importancia y se entrelazan para formar un extraordinario tapiz de tonos
cálidos. El ojo del espectador se pierde a la hora de distinguir las figuras de
las modelos del esplendor vegetal y textil que las envuelve, en esta explosión
de color, de goce de los sentidos, de pura alegría de crear.
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