LA ÚLTIMA COSTA
Uno
de los cuadros sobre los que más he escrito en este espacio ―que yo recuerde,
fue de los primeros que apareció en la sección El cuadro de la semana y le dediqué posteriormente una entrada― fue
realizado por un pintor suizo a finales del siglo XIX. Hay dos razones para
esta presencia múltiple: la primera, es evidente, que se trata de una obra que
me atrae y me resulta especialmente inspiradora; la segunda, que en realidad no
se trata de un cuadro, sino de una serie de cinco que recrean con ligeras
variantes el mismo tema. Se trata de La
isla de los muertos, del sugerente y con frecuencia perturbador Arnold Böcklin.
Corría
el año 1880 cuando Böcklin realizó la primera
versión del impresionante paisaje mortuorio que sería su obra más celebrada por
la posteridad. La intervención entusiasta de distintas personas de su entorno y
el éxito de público le llevaron a repetir el motivo modificando pequeños
detalles. Es un divertido juego comparar los resultados, ver cómo varían la
posición de la barca con respecto a la isla, la topografía de esta y, sobre
todo, la iluminación de la escena, que va desde el más sombrío cielo nocturno
hasta un inquietante día en el que se presiente la tormenta. Los cinco cuadros
que componen la serie han tenido destinos diferentes: cuatro están expuestos en
la actualidad en museos de Basilea, Nueva York, Berlín y Leipzig; el quinto fue
destruido en la Segunda Guerra Mundial. Uno de los supervivientes pasó por las
manos del mismísimo Adolf Hitler, que sentía por él una especial preferencia.
Todos han servido de inspiración a artistas posteriores y han provocado
innumerables comentarios, reseñas y estudios. Hay algo en estos cuadros que remueve
el interior del que los contempla, que apela a uno de los miedos que nos
hermanan como seres vivos condenados a la desaparición. Es imposible, creo, no
dejarse conmover por ellos.
Cuando
el pasado julio visité Berlín, una de las páginas que llevaba señalada en mi
guía de viaje era la referente a la Alte Nationalgalerie, donde se expone,
entre muchas otras obras de interés para mí, la tercera versión de La isla de los muertos. Se trata
precisamente de mi preferida ―me temo que también la de Hitler―, aquella en que
Böcklin abandonó la ambientación nocturna de los primeros cuadros e iluminó la
escena con una fría luz diurna que resalta por contraste su carácter espectral.
Cuál no sería mi desilusión al comprobar que, en el lugar que ocupa
habitualmente este cuadro, solo había un letrero que informaba de su
ausencia temporal, a causa de una exposición en Hamburgo. Creo que, de haber dispuesto
de más días, no habría dudado en recorrer los casi trescientos kilómetros que
separan ambas ciudades para ir a su encuentro. No fue así, sin embargo, y La isla de los muertos ingresó definitivamente
para mí en el hermoso terreno de lo inalcanzable. No olvidemos que los cuadros
que no llegan a contemplarse se rodean de similar aura de encantamiento que las
fotografías que no se consigue hacer o los amores que no se consuman.
Pero
la historia no termina aquí; he vivido demasiados desencuentros con
obras de arte como para que a estas alturas me despierten los deseos de
escribir. El caso es que había olvidado ya mi pequeña decepción del verano
cuando escuché en un programa de radio una reseña del libro de poemas de
Francisco Brines titulado La última costa.
Ignoro cuál era el motivo de dicha reseña, ya que se trata de un libro que
tiene más de dos décadas; el caso fue que incluía una grabación del poeta
leyendo la composición que da título al poemario, que dice así:
Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.
Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.
Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.
Conforme
oía estos impresionantes versos, regresaron a mi memoria las calmadas aguas del
cuadro de Böcklin, la barca que avanza en el silencioso paisaje, el personaje
vestido de blanco de pie en la proa, la majestuosa silueta de la isla que es su
último destino. Me pareció una coincidencia maravillosa que la poesía me
consolara del desencuentro con la pintura. Aunque tal vez, pensándolo ahora, se
trate de una coincidencia más fácil de lo que juzgué en un primer momento: no
es necesario ahondar demasiado para descubrir que ese último viaje en barco es una
imagen en la que todos nos reconocemos, que la isla de la muerte es un paisaje que todos llevamos, de una u
otra forma, guardado en nuestro interior.
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