GLOBOS QUE SE ELEVAN
Ayer,
cuando caminaba Gran Vía arriba en una mañana casi veraniega e impropia para
las fechas, presencié algo que me dio materia para reflexionar. Algo que me
trajo también a la cabeza el recuerdo del artista urbano Banksy y de dos de sus
obras más populares.
Llevaba
delante a una madre joven que subía la calle en compañía de sus dos hijos. El
mayor la precedía a cierta distancia; el más pequeño avanzaba con paso algo
vacilante, cogido de su mano. Ambos niños llevaban unos globos de color verde
que sin duda les habían regalado en alguno de los múltiples establecimientos
comerciales que jalonan la vía. Al pequeño le costaba avanzar por su escasa
edad y por el estado de arrobamiento en que lo había sumido su hermoso globo
verde, que se suspendía como por arte de magia sobre su cabeza. De pronto, el
orgulloso propietario hizo lo que todos hemos hecho en algún momento de nuestra
infancia: soltar el cordel que sujetaba su magnífico tesoro. El globo se elevó
majestuosamente por delante de las fachadas de los edificios y a su joven dueño
le dominó al principio un silencioso asombro. Tras unos segundos, se echó a
llorar. Lloraba con tanto desconsuelo que resultaba imposible no sentirse
conmovido. El hermano mayor, aún en posesión de su correspondiente tesoro, lo
miraba desde lejos, con cierta displicencia. La madre le preguntaba, con voz
cansada: «Pero, ¿por qué lo has soltado?». El globo se elevaba más y más: su vivo color verde
se destacaba ya sobre el azul del cielo. Los sollozos del niño arreciaban. Yo
habría querido decirle algo que le sirviera de consuelo, o volver a la tienda y
reclamar otro globo de publicidad que reemplazara al que surcaba los cielos,
pero lo único que hice fue apretar el paso para no oír aquel llanto que me
perturbaba extrañamente. Me pareció que aquel niño acababa de descubrir la
parte más dolorosa de su condición humana: la de perder aquello que se ama.
En
2002, una escalinata del barrio londinense de South Bank apareció decorada con
la que se convertiría en una de las imágenes más populares del artista urbano
de identidad desconocida que responde al seudónimo de Banksy. Representa a una
niña con la melena agitada por el viento que estira sus brazos hacia un globo
que se le escapa. Lo sugerente de la propuesta del artista es que ese juguete
irremisiblemente perdido tiene forma de corazón. No es la única vez que Banksy
se ha servido de la imagen de la niña y el globo para transmitir un mensaje: en
un entorno bastante menos tranquilizador, el muro de Cisjordania, dibujó en
2005 la silueta de una niña que se eleva llevada por un conjunto de globos. La
imagen se hizo tan popular que ha sido reproducida por toda Palestina, como un
símbolo de justicia y de reparación de viejas heridas.
Mientras
hacía el camino de vuelta Gran Vía abajo, varias horas después, iba yo reflexionando
sobre estas obras de Banksy, tan sencillas y rebosantes de sugerencias, cuando
se produjo delante de mí una escena similar a la que he relatado al principio. En
esta ocasión se trataba de una niña oriental, algo mayor que el protagonista de
mi primera historia, que iba igualmente pertrechada con un globo, y que,
llevada por idéntico e inexplicable impulso, abrió la mano que sujetaba el
cordel. El globo, que esta vez era de color rojo, se elevó sobre las cabezas de
los viandantes. El silencio inicial de la niña fue el mismo, pero, cosa
curiosa, no dio paso a llanto alguna. Su reacción fue la de echar a correr
hacia su madre, agarrarla de la mano y mirarla con gesto esperanzado. Leí en su
cara el absoluto convencimiento de que aquella mujer ―perdón, no una mujer
cualquiera: su madre― obraría el milagro de hacer que el globo rojo descendiera
y volviera a estar firmemente sujeto de su cordel. Me alejé sonriendo, pensando
de nuevo en Banksy. El niño de la primera anécdota lloraba con el desconsuelo
de la pequeña pintada que ve salir volando su corazón. Esta segunda niña tenía
fe en que se operara un prodigio semejante al de salvar con un puñado de globos
un muro creado a base de ira y vergüenza. De hecho, tenía la mejor arma
posible, bien prendida de su mano, mientras miraba confiada el rostro de su
madre.
Qué hermoso texto
ResponderEliminarMagnífico el fondo y magistral la forma. Rebosas sensibilidad, como los pilones de esos abrevaderos alimentados por una chorro incesante que sigue rebosándolos a pesar de estar llenos.
ResponderEliminarMuchas gracias a ambos, compañeros por partida doble: de docencia y de amor por la literatura. A veces se producen largas temporadas de silencio en este blog y tengo la sensación de estar lanzando mensajes en botellas que no llegan a orilla alguna. Y, de repente, recibo a pares las palabras de aliento. Hoy me siento por ello doblemente agradecida.
ResponderEliminarSiempre te tengo presente. Espero que algún día te den el premio nacional de literatura (ya sé que tu modestia me llamará exagerado).
EliminarTengo largas temparadas de ausencia, más o menos de primeros de abril a primeros de noviembre...Ahora empiezo la hibernación y me muevo por estos espacios.
Gracias a ti, por tu escritura, tus fotos, tu magia.
Tú siempre tan amable, Domingo: siempre lo has sido conmigo. Gracias una vez más. Qué bonito suena eso de tu larga ausencia entre abril y noviembre... Me hace pensar en climas más benignos y en parajes a la orilla del mar. Bienvenido de nuevo a estos espacios.
EliminarMe sumo entusiasta al deseo de que te concedan el merecido premio de Literatura… Da gusto sumergirse en este resquicio de cosas bellas, impresiona lo que captas y cómo lo expresas. Aunque tengas lectores de “largos silencios”… Un placer leerte, especialmente en estos tiempos de mudanzas tan poco tranquilizadores... Un abrazo. Choni.
ResponderEliminarEl número de días que he tardado en responder a tu comentario (tan alentador como suelen serlo los tuyos) demuestra hasta qué punto están siendo tiempos "poco tranquilizadores" también para mí. Menos mal que nos quedan resquicios para sumergirnos en las cosas bellas que nos apaciguan y nos unen. Un abrazo
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