UNA ORILLA DIFERENTE

Cuando llego a la playa a primera hora de la mañana, él ya está allí. Sentado en la orilla, en el punto en que las olas pierden su fuerza y se limitan a lamer con suavidad sus piernas inmóviles. Él mira con fijeza esa agua que lo rodea, le sube hasta la cintura, crea algún remolino en la arena del fondo y se retira al fin para volver a subir en breve. Su mirada es lo único fijo en ese constante movimiento de vaivén, en el trajín de los bañistas madrugadores que pasamos junto a él recibiendo en el rostro la brisa y el tenue calor de la mañana.

No está solo, a pesar de que lo parece. Una pareja de mediana edad, de pie en la orilla, vela su silenciosa diversión. Son los mismos que han tenido que levantar a pulso su silla de ruedas desde el final de la pasarela de madera que conduce a la playa hasta un punto cercano donde ahora se la puede ver vacía, varada en la arena.

El chico o el hombre tiene una edad difícil de precisar. Si las personas que lo acompañan son sus padres, no puede andar muy arriba de la treintena, pero algo me dice que tendrá una apariencia similar dentro de unos años, la misma blandura en sus miembros quietos, la misma expresión impávida, como si la inmovilidad que domina su existencia afectara también a su aspecto. Tiene, en cualquier caso, un aire infantil, sentado en la orilla con su gorra de visera, bajo la atenta vigilancia de dos adultos.

Ignoro cuál es –aparte de su obvia imposibilidad de caminar— el problema, o tal vez debería decir la peculiaridad, de este vecino de playa al que busco todos los días con la mirada mientras deposito los bultos sobre la arena. Tampoco sabría decir si está contento ahí sentado, observando un punto fijo en el movimiento constante de las olas en torno a su cuerpo. Todo él es, de hecho, un punto fijo en el hormiguero de la playa; un eje que da solidez al trasiego del mar, del viento, de las personas que juegan y nadan y pasean dejando tras sí un ruido de voces que se pierden en la distancia.

Observando a este desconocido que ya no lo es tanto, he descubierto la agitación que rige estos días míos que creía el culmen de la vida relajada. Me tumbo, me doy la vuelta, camino, me voy a bañar, me siento, busco objetos en mi mochila, leo, me levanto, me vuelvo a tumbar; mientras tanto, él observa la extraña maravilla contenida en una gota de agua. Erguidos junto a él como plácidos centinelas, los padres contemplan a ese hijo suyo que parece habitar una orilla diferente a la que pisamos el resto de los mortales. Me proporciona una curiosa sensación de paz este vecino inmóvil. Estoy convencida de que ve cosas en el juego del sol sobre la superficie del agua que nadie más que él sería capaz de adivinar.

Comentarios

  1. Es cierto, Bea. Qué agitación cuando hay tanto que contemplar. Me impactan más los padres. ¿Cuánta angustia esconderán pensando en el futuro?

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  2. Cuando escribí esta entrada, me acordé de ti, Lola, y pensé que te llamaría la atención. Veo que no me equivocaba.

    Tienes razón: la figura de los padres era conmovedora. Pendientes en todo momento, sin hablar apenas, observando con amorosa solicitud esa peculiar forma de disfrutar de su hijo que nos resulta tan ajena a los que vamos siempre con prisas. Pensando, sin duda, en el futuro. Ojalá fuera posible concentrarse en la belleza de un reflejo sobre el agua y disfrutar del presente sin mirar más allá.

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