LOS CUADROS DE JUNIO (2016)
La
artista belga contemporánea Karien Deroo puebla sus lienzos de imágenes
sugerentes, que producen la inquietud más difícil de controlar: aquella cuyo
origen no llegamos a precisar del todo. Su centro de atención es el ser humano,
captado casi siempre en solitario, abstraído o inmerso en estados de ánimo que
no siempre se identifican a primera vista. Los títulos de sus cuadros, poéticos
y reveladores, juegan un papel importante a la hora de aclarar el sentido de sus
obras. La que encabeza estas líneas responde al de Querido Dios. La actitud de la joven modelo queda así vinculada a
un instante de recogimiento religioso o tal vez de fuerte deseo o necesidad;
resulta tentador especular sobre el motivo de su plegaria. El rostro serio y
concentrado de la niña queda dividido por la violenta iluminación que lo deja a
medias entre la luz y la sombra. Todo es solemne y oscuro en este lienzo cuya
protagonista nos resulta enternecedora por contraste y sobre la cual sentimos
deseos de saber mucho más: sería delicioso poder estar por un momento en el
interior de esa cabecita para oír resonar las palabras que conforman su grave y
sentido ruego infantil.
A comienzos del mes de marzo traje
a esta sección a Georges de La Tour con motivo de la inauguración en el Museo
del Prado de una muestra de obras de dicho artista. Hoy vuelvo a hacer lo mismo
por dos razones: se clausura dicha exposición y yo he alcanzado a visitarla en
el último momento. Casi me quedo sin verla; malos tiempos, sin duda, los que
están a punto de provocar una omisión semejante. Pero no ha sido así y he
tenido la posibilidad de contemplar en vivo cuadros que llevo años admirando
desde la distancia. He tenido al verlos una curiosa impresión de familiaridad:
los orgullosos músicos callejeros, los tramposos que juegan a las cartas o
desvalijan a incautos viandantes, los santos llenos de humanidad, estaban por
una vez a escasa distancia de mi mirada, respirando el mismo aire que yo, no
atrapados en un papel o una pantalla. Y entre todos ellos, esta maravillosa
penitente de piel suave y actitud pensativa, que se suele denominar La Magdalena con la llama humeante, para
distinguirla de otras versiones del mismo tema realizadas por su autor. Es un
cuadro que me resisto a comentar porque creo que la cuestión técnica es
evidente y la otra, la intangible, la que dota a esta escena de una magia
especial, no se puede reducir a fórmulas ni a palabras. Sólo diré que
contemplarla ha sido una de las experiencias estéticas más emocionantes que he
vivido jamás. Por un momento tuve la sensación de que en la pared del museo se
abría un espacio donde reinaban unas leyes distintas a las de la iluminación y
la perspectiva que rigen la vida del común de los pintores; un ámbito al que
sólo La Tour y unos pocos elegidos han tenido el privilegio de acceder.
No es la primera vez que manifiesto
aquí mi amor por los detalles, por los elementos mínimos, por los seres
pequeños y vulnerables. Es por tanto lógico que me haya llamado la atención el
pintor estadounidense David Kroll, cuya mirada se detiene con frecuencia en
delicadas criaturas de tamaño reducido, a las que retrata con minuciosidad y
pericia dignas de un maestro de otros tiempos. Lo curioso de los cuadros de
este artista es que los animales protagonistas ―casi siempre aves, pero también
conejos y peces― aparecen junto a objetos propios de una naturaleza muerta,
piezas de cerámica o cestas, que son plasmados con idéntica meticulosidad. La
primera impresión que producen estas creaciones es la de estar frente a la obra
de un concienzudo artesano, que lleva hasta el límite todo el saber atesorado
durante siglos sobre el estudio de las
texturas y la armonía cromática. El cuadro que encabeza estas líneas es un buen
ejemplo: la suavidad de los colores, el maravilloso estudio de la superficie
del vaso y la naturalidad del frágil pajarillo encaramado a su borde nos
asombran por el dominio técnico que denotan y tal vez nos hagan sonreír por la
gracia del modelo animal. Pero una mirada más atenta nos descubre nuevos motivos
de atención: hay algo vagamente inquietante en esta figura que posa sin
compañía frente a un fondo oscuro e indeterminado, algo que nos habla de
soledad y desamparo; algo, en definitiva, profundamente humano.
La pintora galesa Gwen John
(1876-1939) es autora de numerosos retratos de personajes femeninos. Sus
modelos son mujeres de edades y condiciones variadas que se presentan en
solitario, mirando al espectador o abstraídas en su lectura, en ocasiones con
la compañía de un gato. Todas tienen un aire melancólico y están rodeadas por
un entorno de colores delicados, plasmado con pinceladas suaves y difuminadas.
Sus miradas y su actitud nos dicen mucho de ellas, al igual que los objetos
(cartas, libros, flores) que las acompañan. En el cuadro que he elegido,
titulado Un rincón de la habitación de la
artista en París, la figura humana se ha eliminado y son sus posesiones
quienes nos hablan acerca de su dueña: la sombrilla, la chaqueta abandonada en
el brazo del sillón, el primoroso ramo de flores que es el único adorno de una
estancia limpia, sobria, inundada por una luz blanquísima. Los objetos cobran
una relevancia tal que casi nos parece adivinar la silueta de la pintora, que
ha preferido colocarse al otro lado del caballete para dejar constancia de la sutil
vitalidad que se desprende de los seres inanimados.
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