CREO, LUEGO EXISTO
Soy
consciente de la ambigüedad del título de esta entrada. Aclaro que la forma
verbal que lo encabeza se refiere a la acción de crear, no a la de creer; la
posibilidad de un equívoco me molestaba (especialmente, por mi condición de
persona absolutamente descreída en materias espirituales) hasta el punto de que
pensé en desecharlo. Y, sin embargo, aquí está. No sólo no encontré otro más
adecuado para lo que pretendía contar, sino que por alguna razón la
ambivalencia en principio molesta llegó con el tiempo incluso a seducirme. ¿La
acción de sacar algo de la nada y la de tener fe, unidas en una misma palabra?
No estaba mal la coincidencia: al fin y al cabo, la capacidad artística del ser
humano es de las pocas cosas en las que sigo creyendo.
Pero
voy a remontarme a un mes atrás, que fue cuando empezó todo. Por si los que
habitan por estos lares no lo recuerdan, diré que fue entonces cuando se hizo
sentir por fin el frío tras un otoño especialmente benigno, que se asemejaba
tanto a la primavera como para sumir en profunda confusión a criaturas humanas
y no humanas. La tarde de diciembre en que las temperaturas se adecuaron por
fin a la fecha marcada por el calendario, había quedado yo en la puerta del
Auditorio Nacional para asistir a un concierto de Navidad. Como no podía ser de
otro modo, la llegada del invierno me había pillado por sorpresa y mi
indumentaria era más propia de la suavidad otoñal que acababa de abandonarnos.
Estaba yo, por tanto, aterida en la explanada frente al enorme edificio; a eso
se unía que no tenía mi entrada y que mis acompañantes se retrasaron por
distintos motivos. Mi humor empezaba a ser siniestro y decidí moverme para
espantar el frío. Entonces vi venir por la acera a un personaje cuya aparición
me compensó con creces de mi penosa espera.
Creo
que, antes de verlo realmente, percibí la sorpresa que su avance producía en
cuantos se cruzaban con él. Algún viandante llegó a detenerse para mirarlo a
sus anchas, pero eso no pareció afectar en absoluto al personaje que se había
hecho también centro de mi atención. El que así avanzaba hacia mí, ajeno a la
expectación que despertaba a su paso, era un joven alto y desgreñado, vestido
con un abrigo negro que ondeaba a sus espaldas y dejaba al aire unas piernas
largas, desproporcionadas. La imagen me trajo de inmediato a la mente la figura
de Paganini, el violinista al que la imaginación popular atribuyó un pacto con
el diablo a cambio de su increíble habilidad. Y la asociación no era en
absoluto gratuita, porque aquel joven de aspecto peculiar avanzaba por la
acera ajeno a miradas y ruidos urbanos, abstraído en una música que solo
captaban sus oídos y que iba dirigiendo con expresivos movimientos de sus
brazos. El joven director de una orquesta imaginaria pasó a mi lado y se alejó
acera adelante, dejando atrás la entrada principal del auditorio. No me lo
pensé dos veces y eché a andar en pos de él, cual investigador de novela negra.
Sentía una necesidad irrefrenable de saber adónde se dirigía aquel singular
personaje.
Ejercer
tareas de vigilancia es fácil cuando el objeto de la persecución es un
individuo que habita una realidad distinta a la del común de los mortales. Creo
que podría haber caminado a la par de mi desconocido y él no habría reparado en
mi presencia, abstraído como iba en los movimientos con los que daba entrada a
violines, oboes, arpas y trompetas. Estaba convencida de que mi entregado
músico se dirigía al acceso restringido para los artistas, en el lateral del
auditorio; cuál no sería mi desilusión al verlo pasar de largo y adentrarse en
las oscuras calles posteriores al edificio. A esas alturas me había olvidado ya
de las personas con las que había quedado aquella tarde; el misterioso
personaje, con su melena y su levita al viento, con sus gestos grandilocuentes
y su orquesta silenciosa, me tenía imantada a sus pasos. Lo vi desaparecer en
el interior de una tienda de comestibles y lo esperé frente a la puerta. Creo
que fingí estar hablando por el móvil: aquel simulacro de novela negra me
estaba empezando a divertir de lo lindo, y decidí representar a conciencia el
papel que me correspondía. Cuando reapareció, blandiendo una bolsa de frutos
secos, me uní de nuevo a su trayectoria, que consistió en desandar parte del
camino que nos había llevado hasta allí. Por fin, el destino del trasunto de
Paganini fue el que yo había esperado en un principio: la entrada del auditorio
reservada para los músicos. Por ella lo vi desaparecer con un par de zancadas
de sus largas piernas. Me quedé sonriendo en la acera, olvidada del frío. Me
había encantado conocer a aquel tipo que habitaba una realidad poblada de
música.
Este
episodio que acabo de narrar me trajo a la memoria otro protagonizado por el
pintor Sorolla y que tuve ocasión de conocer en una exposición dedicada a él
hace unos meses. Entre todas las obras que pude contemplar, me llamaron especialmente
la atención aquellas que habían sido realizadas sobre materiales inesperados:
vistas de Nueva York pintadas sobre cartones que las lavanderías de los hoteles
usaban para doblar las camisas, retratos de personajes anónimos trazados sobre
menús de restaurantes. El bueno de Sorolla no podía, estaba claro, postergar ni
un instante su inspiración. Al parecer, un periodista de la revista
estadounidense The World's Work se
interesó por los ritmos de su producción artística. La respuesta del pintor fue
maravillosa: «¿Que
cuándo pinto?», le contestó.
«Siempre. Estoy pintando ahora, mientras lo miro y
hablo con usted». Qué
extraordinaria felicidad, qué antídoto contra la angustia de vivir, habitar en
los territorios del arte.
Escena de café, dibujo realizado por Sorolla en el menú de un
restaurante.
Calle 59, Nueva York,
gouache realizado por Sorolla sobre un cartón para camisas.
Bea, me has intrigado. Participó en el concierto? Qué instruménto tocaba? Me encantán las cosas que te pasan por la calle. Quizá es que miras mucho. Me encanta
ResponderEliminarTienes razón, Lola: he dejado la historia sin terminar. Te diré que el joven en cuestión no tocaba en el concierto que yo iba a ver, que era en horario de tarde (habría sido un auténtico insensato, por otra parte, si apenas diez minutos antes del comienzo hubiera andado en ropa de calle correteando por los alrededores a la búsqueda de unos frutos secos). Supongo que formaba parte de la orquesta que actuaba ese mismo día en el concierto de la noche. ¿Qué instrumento tocaría...? El violín, sin duda. No en vano, era la imagen rediviva del gran Paganini.
Eliminar