UNA HISTORIA DE MIEDO
Hace
ya unos cuantos años, estaba yo en una habitación de hospital acompañando a un
familiar convaleciente de una operación. En esas circunstancias suelo
entretener el tiempo leyendo, y guardo buena memoria de los libros que me han
aliviado las largas horas de espera. En aquella ocasión, tenía entre mis manos
una antología de relatos clásicos de terror. El médico que supervisaba la
recuperación de mi familiar enfermo entró en la habitación y, una vez cumplida
su tarea, se interesó por conocer el título de mi lectura. Se lo enseñé.
Recuerdo su sonrisa cuando comentó: «Por mucho que nos esforcemos en inventar fantasías
aterradoras, nunca crearemos algo más terrible que la realidad».
Me
acuerdo muy a menudo de las palabras de aquel hombre acostumbrado, por su
oficio, a contactar con la enfermedad, el dolor y la muerte. Entonces yo era
demasiado joven para valorarlas adecuadamente. Recuerdo que incluso encajé su
comentario como una muestra de desdén hacia mis gustos como lectora y eso me
molestó un tanto. Hoy pienso en esta anécdota y comprendo a la perfección al
doctor maduro que se encontró en una habitación de hospital a una joven
embebida en historias de fantasmas y vampiros. Ahora sospecho que su sonrisa no
era una muestra de superioridad, sino tal vez de ternura: qué entrañables nos
resultan los seres que todavía no han descubierto lo atroz que puede resultar
la vida.
Preguntarle
a un niño cuáles son las cosas que más le asustan es algo a la vez divertido y
revelador. Yo lo recomiendo vivamente. Durante varios cursos, los profesores de
Lengua realizábamos en vísperas de Halloween una actividad de lectura con los
alumnos más jóvenes del instituto. Antes de sumergirnos en un cuento de miedo,
sondeábamos a la clase sobre sus terrores más personales. Año tras año, se
repetían los mismos resultados: algunos animales (arañas, serpientes), los
payasos, la oscuridad. La oscuridad siempre: ganaba de lejos a todos los otros
motivos de desazón, y a mí me resultaba muy fácil reconocerme en todos esos
pequeños que se confesaban afectados por la desaparición diaria de la luz
solar. No faltaba quien afirmaba, contundente, no sentir miedo ante nada; cada
grupo tiene siempre su propio héroe, o tal vez su insensato que aún no se ha
parado a reflexionar.
Hará
unos diez años, uno de estos alumnos que habían estado con nosotros desde el
primer curso murió en un accidente de coche. Fue un acontecimiento terrible: su
hermana mayor era quien conducía y su hermano gemelo salió herido pero se
salvó. Fue un espectáculo estremecedor ver los años siguientes cómo este
hermano superviviente iba haciéndose mayor mientras que, en nuestro recuerdo,
el que falleció seguía siendo pequeño. Es uno de los sucesos más terribles que
me ha rozado jamás; siempre lo son las muertes de los jóvenes que creemos
destinados a sobrevivirnos.
Un
día, estaba charlando en la cafetería con la profesora que le dio clase a este
pequeño en su primer curso en el instituto. Me contó anécdotas, la mayoría muy
divertidas, pero también me confió un recuerdo que me conmocionó. Cuando
realizó en la clase de este niño la actividad de Halloween que he mencionado
antes, al pedirle que completara la afirmación «lo que más miedo me da es…»,
este chiquillo añadió una única palabra: «Morirme».
Es
31 de octubre y cae la noche. En breve, empezará a salir de sus guaridas un
ejército de brujas, vampiros, fantasmas y demás criaturas siniestras propias de
esta fiesta que tantas suspicacias levanta entre los más castizos. Benditos
monstruos de importación; benditas fantasías tenebrosas del ser humano
construidas para hacernos estremecer en torno a fuegos y chimeneas, o en el
moderno conciliábulo de la sala de cine o el sofá frente al televisor. Nunca
alcanzarán ni de lejos el terror frío, feroz, despiadado de la vida real.
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