LECTURAS DEL PASADO VERANO (2015)
Desde
hace meses, tenía sobre la mesilla de noche las fotocopias de un par de relatos
de Alice Munro. Cuando esta escritora recibió el premio Nobel hace ya casi dos
años, me llegaron textos suyos por diversas vías: enlaces a páginas web, copias
impresas de cuentos que circulaban por la red. Yo nunca había leído nada de
esta autora, lo confieso. Pero mi primer contacto con uno de sus textos ―un
relato perteneciente a su libro Demasiada
felicidad, que un amigo me envió para conocer mi opinión― me impulsó a
subsanar tan imperdonable vacío y a leer obras completas. En cambio, estos dos
cuentos de los que hablo se traspapelaron. Anduvieron rondando por mi casa
hasta que los rescaté y los coloqué sobre la mesilla de noche, en ese abultado
montón de los que esperan a ser leídos. A ellos les tocó esperar mucho. Hará un
par de semanas, en medio del maremágnum de final de curso, me encontré con un
rato libre inesperado y busqué algo breve para leer. ¿Relatos independientes?
Nada mejor. Me sumergí así de nuevo en el mundo turbio, inquietante, de esta
escritora peculiar. Personajes que bajo su plácida apariencia arrastran el
pesado lastre de una culpa, de un secreto inconfesable. Confortables rutinas
domésticas en las que se abren fisuras que conducen directamente al malestar, a
las pasiones malsanas, al horror. Los cuentos de Alice Munro son como la vida:
uno tiene siempre la sensación de que no comprende del todo, de que hay algo
más allá de lo que aparentemente sucede. Cuando terminé con las fotocopias, me
informé de a qué libro pertenecían los dos relatos que acababa de leer. Ya lo
tengo en mi mesilla, aguardando a ser leído: El amor de una mujer generosa. Esta vez, la espera será mucho más
breve.
Admiro
a Alice Munro por varias razones que, en el fondo, se reducen a una sola: es
una autora que no cae jamás en la tentación de lo fácil. Y con esto me refiero,
en primer lugar, al afán del escritor de crear en su obra un mundo cerrado,
artificioso, en el que todas las piezas encajen con precisión matemática, para
deslumbrar al lector con su oficio narrativo y la sólida construcción de sus
ficciones. Los relatos de Munro son abiertos e imprecisos como lo es la vida;
sus historias desbordan las páginas del libro y parecen correr por debajo como
una corriente subterránea que el lector jamás llega a abarcar del todo, pero
cuyo rumor le acompaña a lo largo de la lectura. Tampoco cae esta autora en la
tentación de ganarse a base de complicidad sentimental la benevolencia del que
se acerca a sus creaciones. Los personajes de Munro no reaccionan como
esperamos o como nos gustaría que lo hicieran: son impertérritos cuando
nosotros nos exaltaríamos; no aman necesariamente a quienes están ligados a
ellos por lazos que nuestra sociedad considera sagrados e inmutables. Son, por
ello, personajes incómodos, con los que resulta difícil confesar que uno puede,
en un momento dado, sentir identificación. Por todo esto, Alice Munro me parece
una escritora valiente, que se atreve con los resquicios más inseguros,
inconfesables, del ser humano, sin buscar tampoco el efectismo o la
provocación. El último de los relatos de El
amor de una mujer generosa me parece especialmente significativo en este
sentido: El sueño de mi madre es la
crónica del difícil proceso de adaptación entre un bebé que rechaza a su madre
y una madre que no siente el esperable amor por su bebé. Un relato sorprendente
que explora, como yo nunca lo había leído, los terrenos resbaladizos de lo que
realmente somos, frente al modelo que nos han inculcado de lo que debemos ser.
«Se supone que
debería escribir sobre lo acontecido a partir de 1979, pero mis pensamientos
franquean ese límite y vuelan hasta esa tarde otoñal de 1969 en que
resplandecía el sol, brillaban los crisantemos amarillos y los gansos salvajes
iban hacia el sur». Este es el poético comienzo de Cambios,
el libro autobiográfico en el que el escritor chino Mo Yan recrea los primeros
años de su existencia. Este párrafo inicial recoge a la perfección la idea
central del libro: el carácter volátil y antojadizo de los recuerdos, que se
encadenan a su antojo, acuden sin que se les llame o huyen de la cabeza del que
se empeña en convocarlos. La primera anécdota relatada es también muy
reveladora: un pequeño colegial que ha sido expulsado de la escuela por una
falta que no ha cometido se cuela en el patio para observar fascinado los
juegos de sus compañeros, de los que ha sido tan injustamente excluido. Conocemos
así al joven protagonista, un niño sin grandes dotes ni fortuna, que solo llama
la atención de sus mayores para mal y que con frecuencia carga con problemas
que no ha buscado. Seguiremos sus pasos hacia la adolescencia y la juventud, en
plena Revolución Cultural; seremos testigos de sus intentos por salir de la
vida pequeña de su aldea y de su anhelo de conseguir algo más grande que él
mismo no es capaz de precisar. Las peripecias de este muchacho componen la
trama de este libro liviano, optimista, entrañable, que Mo Yan decide
construir, frente a la dureza del marco histórico, dando prioridad al humor y a
la esperanza.
Dicen que Patrick Modiano escribe siempre la misma novela. No
seré yo quien le reproche el evidente parecido entre sus obras, teniendo en
cuenta lo mucho que me afectan e inspiran sus temas recurrentes: el deseo de
recuperar el pasado, la añoranza de la juventud, la búsqueda de asideros en una
existencia que se manifiesta tan compleja e indescifrable como el laberinto de
calles de París que sus personajes recorren insistentemente mientras se buscan,
se pierden, se encuentran e intentan en vano conocerse. La hierba de las noches recoge múltiples elementos de En el café de la juventud perdida y Calle de las Tiendas Oscuras, las dos
novelas de este autor que he leído hasta el momento: el protagonista
desorientado que se esfuerza por comprender desde la distancia los hechos que
vivió de joven, la muchacha de pasado misterioso a la que nunca se llega a
acceder del todo, las anotaciones escritas hace años que sirven de guía en ese
viaje sembrado de inseguridades. Añade a ello una visión mágica de París, cuyas
calles son el medio de transitar con total libertad del presente al pasado o al
mundo de los sueños. «Ya no me percataba
demasiado bien de la diferencia entre el pasado y el presente», dice el
narrador. «Llevaba toda la juventud ―e
incluso la infancia― andando, y siempre por las mismas calles, de forma tal que
el tiempo se había vuelto transparente». Este París capaz de anular las
fronteras temporales es a ratos la ciudad del presente del narrador y a ratos
el escenario de su juventud perdida, el de sus sueños o el de las vidas de los
personajes de siglos anteriores que le fascinan; todas estas ciudades son una
sola en este relato hipnótico e impreciso, del mismo modo que vestigios de un
antiguo callejón se conservan en los largos corredores de un moderno edificio
de oficinas, o resuenan los ecos de un antiguos café bajo los cimientos de un
rascacielos.
Un joven que viene huyendo de una complicada vida familiar
llega a una población minera de Nueva Zelanda. Corre el año 1866 y aquello es
poco menos que el fin del mundo. Solo gente muy aguerrida se atreve a
establecerse allí y enfrentarse a las duras condiciones de vida, a la dudosa
protección de la ley y a las inclemencias del clima. Como en la más prototípica
de las novelas decimonónicas, el muchacho entra en la sala de fumadores de un
hotel e interrumpe una reunión de varios personajes que están deliberando sobre
un grave asunto que los afecta a todos. Este es el punto de partida desde el
cual la escritora neozelandesa Eleanor Catton juega a convertirse en una
novelista del siglo XIX: con soltura de narrador omnisciente, se dirige a los
lectores, salta en el tiempo, reinterpreta lo que los personajes cuentan para
explicarlo de forma más eficaz. Los subtítulos de los capítulos son preciosas
anticipaciones de su argumento que nos remiten a la narrativa más clásica: «En el que un forastero arriba a Hokitika,
se interrumpe un conciliábulo, Walter Moody oculta sus recuerdos más recientes
y Thomas Balfour empieza a contar un historia». Como se aprecia en el
anterior pasaje, “Las luminarias”
está construida a partir de los encuentros de personajes que ponen en común la
parte que conocen de unos hechos que se han producido de forma casi simultánea
y que los afectan a todos: la muerte de un hombre, la desaparición de otro y el
intento de suicidio de una mujer. A partir de esos relatos sucesivos, se va
creando esta historia caleidoscópica e intrigante, que es como una gigantesca
tela de araña que se va tendiendo entre unos y otros y termina por atraparlos a
todos, incluido el lector.
A los asesinos en serie les gusta la literatura. Pero no les
vale cualquier literatura: solamente la que escriben los grandes. Con
frecuencia Dante, si el psicópata en cuestión es protagonista de una película
estadounidense. Kafka y James Joyce, en el caso del asesino de mente
privilegiada, escurridizo y terrible creado por César Pérez Gellida en Memento mori, primera entrega de una
trilogía que ―sospecho― es inevitable leer completa si uno se deja enganchar
por el duelo a muerte establecido entre un criminal al que el lector conoce
desde la primera página y el hombre empeñado en detenerlo. Uno de los elementos
que hace que la novela funcione bien es precisamente el contraste entre los dos
protagonistas, el sofisticado asesino de personalidad múltiple y el inspector
Ramiro Sancho, un tipo normal que muy bien podría ser vecino o compañero de
trabajo de cualquiera de nosotros, y por el que es fácil sentir simpatía y,
cómo no, sufrir a medida que la trama se complica. Pérez Gellida sabe dosificar
la información que da y la que oculta para crear así una historia llena de
intriga y sorpresas. A mí, lo confieso, ha conseguido engañarme como a una niña
ingenua en varias ocasiones. Son los riesgos de este otro duelo presente en la
novela, el que se establece desde las primeras páginas entre novelista y
lector.
Tenía referencias tan entusiastas de esta novela, por la que
su autor recibió el Premio Goncourt en 2013, que albergaba cierto temor de que
su lectura me desilusionase. No ha sido así en absoluto. Pierre Lemaitre
realiza en esta obra un increíble ejercicio de malabarismo, conjugando con
soltura elementos tan distintos como el humor, la crueldad, el esperpento, la
ternura, la reflexión, la profundidad psicológica. En Nos vemos allá arriba seguimos los pasos del joven soldado Albert
Maillard desde los últimos días de la Primera Guerra Mundial y lo acompañamos
en su reingreso a la vida civil, con todas las dificultades que esto conlleva.
Maillard es un entrañable antihéroe experto en meterse en situaciones
complicadas de las que le cuesta lo indecible salir. Es un hombre apacible
abocado por las circunstancias a afrontar una vida llena de avatares. Su
destino está además vinculado al de un compañero gravemente herido en la
contienda, el estrafalario y sorprendente Édouard Pericourt, al que le une una
profunda deuda de gratitud. Esta singular pareja debe sortear un sinfín de
obstáculos que mantienen en vilo al lector de esta historia que habla del
sinsentido de la guerra, de la inmoralidad de los poderosos y de los que
aspiran a serlo, del difícil entendimiento entre padres e hijos, pero, por
encima de todo, del imparable poder de la amistad.
Augusto-Orestes, el asesino con doble personalidad
protagonista de Memento mori,
continúa sus andanzas “incompatibles con la vida” (según su propia y cínica
definición) en esta segunda parte de la trilogía creada por César Pérez Gellida
y que responde, como no podría ser menos, a un título latino. Entre citas
literarias, poemas de propia creación y música de sus grupos favoritos, este
tipo brillante y de múltiples apariencias va sembrando el horror en un
escenario nuevo para él, la ciudad de Trieste, lugar vinculado a la figura de
uno de sus escritores favoritos, James Joyce. Augusto (Orestes) sigue engañando
a propios y extraños actuando en sus mismas narices, camuflándose una y otra
vez, jugando a registrarse en lugares públicos con nombres vinculados a su gran
pasión, la literatura. Sigue, cómo no, orquestando complejos asesinatos,
dejándose guiar por su doble sentido: el estético y el del humor. Pero, a
diferencia de lo que ocurría en la anterior novela de la serie, este asesino
por completo entregado a su afición no está solo en su empeño; en una trama
paralela, se desarrolla el complejo panorama de los Balcanes posteriores a la
guerra, con sus masacres y la indiferencia criminal de sus líderes, al lado de
los cuales nuestro asesino en serie resulta casi un aprendiz.
Voy a tomarme la licencia de hablar un poco de mí antes de
comentar esta novela cuya lectura acabo de terminar. Tuve noticias de su
existencia a finales del curso pasado, cuando una compañera de instituto con la
que me crucé fugazmente en la escalera ―los encuentros entre colegas suelen ser
fugaces en esa época del año― se detuvo al verme y me dijo que estaba leyendo
un libro que le recordaba a mi forma de escribir. No tuvo tiempo de precisar
más: tomé nota mental del título pero no del autor, cuyo apellido mi informante
no fue capaz de reproducir con exactitud. Cuando me vi más libre, lo localicé
en la biblioteca pública de mi barrio. El novelista de apellido ciertamente
complicado era el francés Jean-Paul Didierlaurent, un completo desconocido para
mí. El título de la obra, no muy fácil de recordar tampoco, El lector del tren de las 6.27. Me costó
un poco hacerme con ella; estaba muy solicitada. Finalmente, empecé a leerla
hace unos días y la terminé a toda velocidad. He de confesar que al principio
me desconcerté un poco en mi intento de buscar una relación entre el estilo de
Didierlaurent y el mío. Ahora comprendo la inutilidad del intento: uno nunca
sabe del todo cómo escribe, del mismo modo que no capta realmente su propio
rostro o el timbre de su voz, porque esa facultad de percibir lo que uno es
sólo les pertenece a los demás. Una vez que me liberé de ese empeño, me dejé
encantar por esta deliciosa historia de personajes solitarios que se mueven por
una de las pasiones más universales, el deseo de escuchar historias. A medida
que avanzaba por sus casi doscientas páginas que me han parecido muchas menos,
comprendí que en esta novela se encierran varios temas que me son gratos: el
amor a los libros, la necesidad de reinventar la realidad, la estrecha relación
que se establece entre desconocidos que descubren que están unidos por vínculos
más sólidos que los que los unen a las personas de su entorno. Y, por encima de
todo, la palabra y su mágico poder para sanar, huir de la rutina, consolar y crear
un mundo más hermoso y habitable.
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