LOS AUSENTES

No sé si será mi espíritu de contradicción, presente sobre todo a la hora de disentir de hábitos sociales fuertemente instalados, lo que me lleva a afrontar estos días navideños con una alta dosis de melancolía. Me convierto, en medio de las luces y estrecheces de las zonas comerciales, en un personaje entre atónito y apenado, que observa sin comprender del todo el ruidoso alarde de felicidad colectiva y que con frecuencia cataliza los comentarios negativos de otros navideños melancólicos que se le acercan para hacer frente común.

Hace un par de días, viví una situación que me ratificó en mi sentimiento de la profunda corriente de tristeza que discurre bajo estas fiestas. Una persona de mi entorno que no se caracteriza precisamente por su talante sombrío me soltó de sopetón sus planes para Nochebuena. Esa fecha coincidía con el cumpleaños de su abuela, a la que estaba especialmente unida, y desde su infancia había sido un doble motivo de celebración. Pero su abuela murió hace unos meses y esta Nochebuena la familia pensaba hacerle la visita de rigor en el cementerio. Luego tomarían la consabida cena, los padres y la nieta, solos los tres.

Pero, para luchar contra el desánimo, qué otro remedio mejor que la literatura. Al llegar a casa esa misma noche abrí un libro recientemente adquirido y releí un pasaje que habla de la felicidad de recordar a los ausentes. Se trata de un poema perteneciente al libro Anillos de Saturno, de la joven autora Sonia San Román, a la que conocí casualmente a través de la radio mientras intentaba aparcar mi coche hace unas semanas (verdaderamente, hay veces en que no encontrar aparcamiento a la primera resulta una bendición). El poema al que me refiero está dedicado a la abuela de la autora y expresa con simplicidad y emoción la belleza del acto de recordar. Sonia San Román es de esas autoras que no cree que la poesía deba volverse ininteligible al vulgo para resultar valiosa. Posee el don de la palabra sencilla y certera; este poema es un prodigio de fluida comunicación entre poeta y lector. Me parece un buen regalo de Navidad para los que en estos instantes están afrontando con mejor o peor fortuna la dura tarea de echar de menos a los ausentes:

Mi abuela no tiene miedo
 a los fantasmas.
La rodean, la acompañan,
la arropan, le hablan
 a través de la masa de
las rosquillas
y del silencio intermitente
del reloj de la cocina.

Están en sus viejas historias,
en sus fotos
y en un lugar húmedo
y oscuro detrás de sus cataratas.
En cada una de sus palabras:
pan, jabón, manos, hija, cebolla...
En sus recuerdos en blanco y negro
y, cada vez más,
en mí
cuando aspiro su olor
a limpio y a puchero,
cuando me atrevo a asomarme
a la orilla amable
de sus ojos tintineantes,
cuando distingo sus rasgos
en los rostros antiguos
de las fotografías,
cuando callamos junto a la estufa
y dejamos pasar el tiempo
que necesitan ―para hacerse―
las rosquillas.

Rodeadas, acompañadas,
arropadas por las sombras,
sin miedo
porque los fantasmas de mi abuela
también son míos.

Comentarios

  1. Qué precioso poema!!
    Cuando siento que la melancolía por los ausentes me invade, celebro las vivencias bonitas con ellos, por ellos.
    Por suerte, los seres queridos nunca se van del todo de nuestro lado.
    Un abrazo.

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    1. En efecto, es un poema precioso: me encanta la habilidad de la autora para esquivar la melancolía que parece inseparable del tema y celebrar la alegría de haber vivido y de pasar el testigo del recuerdo a los que vienen detrás. Gracias por animarte a comentar. Es siempre gratificante encontrarse al abrir este rincón con las palabras de un nuevo lector.

      Un abrazo.

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