SI ME ROBAN EL AMANECER

A fuerza de tener poder sobre nuestras personas, los innumerables dirigentes, organismos oficiales, instituciones, consejos y comités que rigen nuestras vidas son los dueños también de nuestro tiempo. Todos los años por estas fechas asistimos asombrados a un fenómeno no por repetido menos sorprendente: la madrugada del último domingo de octubre recibe el regalo de una hora más. Hay que acoplarse al horario de invierno para ahorrar, aducen las autoridades pertinentes. Y esas mismas autoridades deciden renovar anualmente el milagro de alargar un día, en la estela de los personajes míticos que detenían el curso del sol para culminar una hazaña o vencer a un ejército enemigo.

A mí estos vaivenes del horario me afectan, qué duda cabe. La eterna colegiala que hay en mí se regocija ante la perspectiva de prolongar el fin de semana, aunque sea por un periodo tan nimio. La criatura asustada de la oscuridad que en el fondo somos todos se lamenta cuando la puesta de sol llega a una hora más temprana para sumirla en la melancolía o refrenar al menos sus deseos de acción. Pero hay otro detalle que inclina definitivamente la balanza hacia el lado del descontento. Cada vez que se produce el cambio al horario de invierno, a mí me roban el amanecer.

Todas las mañanas me subo en el coche y tomo la autovía para ir a mi trabajo. Es un viaje pequeño, de unos veinte kilómetros, pero cuando lo inicio en medio de la oscuridad, inevitablemente me traslado a mi infancia y a aquellos viajes familiares que se emprendían muy temprano, cuando aún era noche cerrada. Yo era una niña entusiasta de las ventanillas y viajaba con la nariz pegada al cristal para no perderme detalle. El recuerdo del amanecer en la carretera es uno de los más hermosos que conservo de aquella bendita época en que todo me asombraba. Disfruto reviviéndolo en mi pequeño trayecto matinal, saboreando en esos últimos instantes de tranquilidad antes del trabajo el milagro del sol rojo que se levanta sobre los campos y saca el paisaje de su letargo.  

Pero ya no. Este lunes me he levantado por primera vez con el horario de invierno y al salir a la calle me he dado de bruces con la claridad del día. Me ha parecido captar el desconcierto en los viandantes con los que me cruzaba: inevitablemente, teníamos todos la sensación de estar llegando tarde a nuestras obligaciones. Me he subido al coche y he dudado unos instantes antes de decidir que no hacía falta encender los faros. He tomado mi ruta habitual. El campo, que se había desperezado hacía rato y estaba ya instalado en la rutina diurna, me pareció, de pronto, carente de atractivo. Puse la radio. El locutor daba las noticias. No apareció por ninguna parte el recuerdo de la niña feliz que partía a la aventura de madrugada. Hice un esfuerzo de concentración: pensé en el ahorro de energía, recordé tareas pendientes, atendí a noticias sobre política que no me interesaban demasiado. Buscaba sin hallarlo un consuelo para ese y para los siguientes amaneceres robados.

Comentarios

  1. Solo por este recuerdo merece la pena dejar el reloj quieto. Siempre me enternecen tus re uerdos de infancia. L

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    1. Yo creo que las sensaciones y experiencias de la infancia son lo que más nos hace identificarnos con los demás. Partimos todos de una base similar; por más que luego la vida nos lleve por derroteros distintos, siempre nos reconocemos en el niño que fue el otro.

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