FINAL DE VERANO
Por
más que los cálculos astronómicos afirmen que la entrada del otoño se producirá
por estas latitudes el próximo 23 de septiembre, es inevitable que la fecha de
hoy suene a final. Los medios de comunicación se están encargando de
recordárnoslo desde hace días: nos llegan noticias sobre los problemas en los
aeropuertos y en las carreteras, consejos para afrontar con dignidad el retorno
al trabajo, primicias sobre la programación de radios y televisiones para la
próxima temporada. Los carteles de cierre por vacaciones se retirarán en breve
de negocios y comercios. Todos hemos asistido a la tradicional escena de
regreso al hogar de las familias del vecindario: padres, niños, abuelos y
mascotas bajándose del coche con un despliegue de equipaje y un aire de
cansancio digno de un ejército que se bate en retirada. Hoy he pasado frente a
un café madrileño del que soy clienta habitual y que ha estado cerrado por
reforma durante todo el mes de agosto. Aunque aún no estaba abierto al público,
he captado un bullir de actividad a través de sus cristaleras: los empleados
colocaban mobiliario, limpiaban, ultimaban detalles para la inminente
reapertura. No cabe duda de que algo se nos escapa de entre las manos de forma
irremisible en este 31 del mes cuyo nombre nos evoca calor y ciudades desiertas.
Un
amigo mío me dijo hace tiempo que se le encendían las alarmas cuando en las
noches de finales de verano tenía que coger una chaqueta al salir de casa; era
el aviso claro de que se terminaban las vacaciones. Estos días están llenos de
señales que nos anuncian el cambio de etapa y cada cual tiene sin duda las
suyas, las que lo alertan de forma especial, las que le producen tristeza por
lo que termina o le despiertan la curiosidad frente a lo que está por venir. Recuerdo
la angustia con la que vivía yo las que marcaban el final de mis veranos de
infancia: los apartamentos que se iban vaciando de turistas, mis compañeros de
juegos estivales que se marchaban antes que yo a sus lugares de origen, las
tormentas que boicoteaban los últimos días de playa. Era como despertar de un
sueño maravilloso que había tenido visos de eternidad.
Hace
un par de días, el aeropuerto de Barajas me brindó la plasmación perfecta de la
melancolía por esta etapa que termina. A mí los aeropuertos de noche me
resultan lugares especialmente tristes, tal vez porque la noche en general me
produce pensamientos muy lóbregos. El caso es que, cuando falta la luz que se
filtra por las enormes cristaleras, los viajeros que pululan por las terminales
me parecen seres perdidos, desconcertados, fuera de lugar, como si esperaran
por obligación un vuelo que saben que no va a llegar nunca o cuyo destino
ignoran. Regresaba yo de un viaje sorprendentemente rápido a pesar de haber
tenido que tomar dos aviones: el transbordo, los embarques y la recogida de
equipajes habían funcionado con increíble puntualidad. Iba ya en dirección a la
salida cuando me asaltó la imagen de una maleta abandonada en una cinta
transportadora. Los viajeros de ese vuelo habían recogido ya sus equipajes, los
empleados habían detenido el movimiento de la maquinaria y ahí estaba la
maleta, sola, quieta, exhibiendo en vano sus etiquetas con el nombre de un
propietario que no había venido a buscarla. Me puse a pensar en los objetos, en
las prendas que contendría, cada uno con su historia, cada una vinculada al
momento en el que su dueño la había llevado puesta. Aquella maleta abandonada
en una cinta transportadora que ya no giraba me pareció la encarnación del verano
que estaba a punto de terminar.
No
le habría dado más vueltas a lo que acabo de contar de no ser porque, ya en mi
coche, puse la radio y encontré un programa que trataba de poesía. Se estaba
dando un repaso a la figura de Manuel Machado y varios colaboradores habituales
de la emisora prestaron su voz a diversos poemas suyos. Uno de ellos leyó un
texto para mí desconocido, titulado Otoño.
Decía así:
«En el parque, yo solo...
Han cerrado
y, olvidado
en el parque viejo, solo
me han dejado.
La hoja seca,
vagamente,
indolente,
roza el suelo...
Nada sé,
nada quiero,
nada espero.
Nada...
Solo
en el parque me han dejado
olvidado,
...y han cerrado.»
Han cerrado
y, olvidado
en el parque viejo, solo
me han dejado.
La hoja seca,
vagamente,
indolente,
roza el suelo...
Nada sé,
nada quiero,
nada espero.
Nada...
Solo
en el parque me han dejado
olvidado,
...y han cerrado.»
Me
asaltó la imagen de la maleta sola, abandonada, perdida, como el gran poeta. Me
sorprendió la casualidad. Aunque tal vez no haya tal: la intensa sensación de
pérdida y de melancolía la traía yo puesta desde que aterricé y la iba
transfiriendo a cuanto oía y veía, en ese final de verano.
Esa melancolía del final del verano nos sacude a cada uno de diferente forma y por diferentes razones. Este año, al volver, me he encontrado con que el camarero que cada día me ponía el desayuno en el bar de enfrente de mi casa se ha jubilado. La sonrisa amable de cada día ha desaparecido. Hay cosas sencillas que se viven como pérdidas.
ResponderEliminarPor el contrario, me he encontrado con tu blog, tus comentarios que me conectan con experiencias ricas, que me sugieren y me alejan de tantos estereotipos. Qué bueno es encontrarte de nuevo. L
Yo me despedí hace un par de días de una compañera muy apreciada a la que este curso han enviado a otro instituto, después de trabajar varios años con nosotros. Es curioso cómo la ausencia de estas personas que no son en realidad amigas y con las que se establece una relación eventual puede llegar a afectarnos.
EliminarComo contrapartida, termina el verano y ya te tengo de vuelta, atenta a mi blog y siempre generosa en tus comentarios. Tienes razón: la balanza se equilibra.