SOLTAR LASTRE
Todos
los finales de curso me acuerdo mucho de Robert De Niro. No interpretando al
patriarca de la familia Corleone ni al taxista justiciero que quiere limpiar
las calles de Nueva York, ni caracterizado de Al Capone ni de monstruo de
Frankenstein. Lo recuerdo con el pelo largo y una vestimenta ligera,
arrastrando trabajosamente por ríos y pendientes una cesta que contiene los
instrumentos de su vida anterior.
En
la película de Roland Joffé La misión, De Niro interpreta a un traficante de esclavos que por un asunto de celos se
enfrenta a su propio hermano y le da muerte. Acosado por los remordimientos,
emprende un viaje hacia una misión regentada por jesuitas, arrastrando un atado
con los objetos (las piezas de su armadura, su espada) que simbolizan su
antigua condición y el peso de su culpa. La imagen de este tipo poderoso salvando
trabajosamente desniveles de terreno con el lastre de su pasado pendiente de su
pecho se ha quedado prendida en mi retina desde que vi la película en su
estreno, a mediados de los años ochenta. Como soy muy dada a la mitificación,
me gusta recrearme en su recuerdo en estas últimas semanas de curso en que los
profesores deambulamos de aula en aula y subimos escaleras con la expresión
esforzada del que arrastra tras sí un peso insoportable. No el de la culpa ni
el de una vida anterior, en nuestro caso, sino el de un cansancio extremo.
Siempre
que trato este tema con conocidos y amigos empiezo haciendo la misma
aclaración: soy consciente de que esto no se entiende desde fuera. Sólo el que trata
a diario con un material sensible, escurridizo, imprevisible e inagotable puede
comprenderlo. En definitiva, sólo el que trabaja con adolescentes sabe de la
intensa escalada final a la que nos vemos sometidos los profesores en este
último mes en que los problemas se multiplican, la urgencia por solucionarlos
crece, la capacidad de aprender desciende a mínimos y la euforia primaveral lo
complica todo. Es una fórmula muy simple: ellos están llenos de energía e
incapacitados para el orden y el estudio; nosotros estamos sobrepasados. Únanse
a ello la múltiple casuística que hay que resolver, las cuestiones burocráticas,
el papeleo enloquecedor, los problemas individuales que afloran con la dolorosa
claridad de lo que ya no tiene remedio. ¿Resultado? Caminamos por los pasillos
del instituto como si un inmenso peso tirara de nosotros hacia detrás, y yo me
acuerdo inevitablemente de Robert De Niro.
Todo
lo anterior es tal vez una excusa por haber escrito tan poco, por haber leído
de forma tan trabajosa en los últimos tiempos. Por una extraña desviación del
concepto de culpa cristiana, ambas omisiones se me antojan un pecado
imperdonable. Confío en que en breve surcaré el río, remontaré la pendiente,
alcanzaré mi destino y soltaré el peso que apenas puedo ya arrastrar. Las
letras sobre el blanco del papel volverán a formar un ejército aliado y no
enemigo. Durante un tiempo, disfrutaré de la escritura, ajena al hecho de la
inminente formación el curso próximo de un lastre similar que poco a poco irá
creciendo hasta hacerse insoportable. Pero no: mejor poner freno a la imagen
que me asalta ahora el cerebro, que es la de Sísifo subiendo una piedra hasta
la cima de un monte para verla luego caer. Esa imagen se merece, creo yo, una
entrada diferente para ella sola.
No olvides que nuestro protagonista no soltaba su lastre...tuvo que ser un compasivo indígena quien se lo sugirió...
ResponderEliminarYo no dispongo de indígenas compasivos..., tan solo de un calendario escolar con una fecha de final de curso que miro todos los días. Es mucho más prosaico, lo reconozco, pero me conformo.
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