LOS CUADROS DE MAYO (2014)

Con frecuencia me sucede reconocerme en las creaciones ajenas cuando leo, pero dicho fenómeno es mucho menos habitual cuando me enfrento a obras pictóricas. Será tal vez porque me cuesta imaginarme como autora en esta última faceta artística. Pero en este caso lo tengo claro: la primera vez que vi un cuadro del pintor francés Sam Szafran, pensé que, si yo supiera pintar, sin duda sería ese el producto de mis pinceles. Se trataba del lienzo titulado L’escalier, 54 rue de Seine, el cual, a  pesar de la precisa localización de su título, refleja un espacio que más parece pertenecer al ámbito del pensamiento que al de la realidad. Es una de las incontables escaleras que pueblan el imaginario de este artista sugerente, todas ellas caracterizadas por la perspectiva aberrada, por la multiplicidad de puntos de vista simultáneos, que producen la sensación de estar a la vez dentro y por encima del espacio físico representado, como si lo sobrevoláramos en un sueño. Yo llevo toda la vida soñando con escaleras de caracol; por eso me apresto a subir a torres, a sacarles fotografías, a coleccionar imágenes que las contengan. Me gustan como elemento estético pero también por la sensación de tránsito que transmiten, de acceso a algo distante o de regreso a lo profundo de uno mismo. Si tuviera el más mínimo talento plástico, sin duda las pintaría. Me encantaría saber de dónde salen estas escaleras vertiginosas e inquietantes de los cuadros de Szafran; tal vez él también las haya soñado. Busco información sobre este artista y descubro que nació en 1934 y sigue vivo; no pierdo la esperanza de que algún día me lo cuente en persona.

El pintor británico John Atkinson Grimshaw (1836-1893) es el creador de innumerables escenas nocturnas llenas de encanto y misterio. Muchas de ellas me tentaban para traerlas a esta sección; he elegido finalmente la titulada Medianoche en el lago, Roundhay Park, Leeds porque en ella la capacidad de sugerencia alcanza sus más altas cotas. Grimshaw abandona aquí su costumbre de introducir pequeñas figuras humanas que sirven de contrapunto a la grandeza del paisaje y deja solo al espectador frente a la belleza de la noche. A mí me parece estar avanzando sobre el sendero que bordea el lago y oír el crujido de las hojas secas bajo mis pies. A pesar de la soledad del enclave, todo en este entorno de prodigiosa armonía cromática parece estar habitado por esquivas presencias que no llegan a materializarse. Dos rasgos hacen que este cuadro sea obra inconfundible de su autor: el bello trazado de las ramas secas que cierran la composición trazando un arco natural y el protagonismo de la luna. Nadie ha pintado la luna como este artista victoriano a la vez plácido y tormentoso, pulcro e inquietante. No sólo destaca su pericia técnica para hacerla asomar por entre un tenue celaje; las lunas de sus cuadros lo inundan todo, derraman su luz pálida y sobrenatural sobre cada centímetro del lienzo y convierten la superficie terrestre en un simple reflejo de su presencia.

Como incansable rastreadora de lo pequeño que soy, me sorprende comprobar que en ocasiones es el propio curso de los acontecimientos el que erige un detalle en elemento central de una obra de arte. Así ha sucedido en el caso de este ángel de prodigiosa dulzura, debido al pincel de uno de los más grandes maestros y protagonista de una historia apasionante. Entre 1500 y 1501, Rafael pintó, en colaboración con otro artista del taller de su padre, un retablo dedicado a San Nicolás de Tolentino para la iglesia de San Agustín en Città di Castello. Dicha obra ha pasado a la posteridad con el nombre del espacio para el que fue concebida: la capilla Baronci. Se conservan abundantes datos sobre el proceso de realización de este Retablo Baronci, incluidos algunos de sus bocetos, pero un fuerte terremoto sucedido casi tres siglos después de su creación nos impide disfrutar de él en su totalidad. Como consecuencia de la catástrofe, la obra resultó tan dañada que se tomó la decisión de dividirla en fragmentos para conservar las partes menos afectadas. Puedo figurarme la desolación de los que dieron la orden de mutilar tanta belleza, imaginar el ruido de la madera serrada imponiéndose de nuevo sobre el arte que durante cientos de años la había ocultado. Uno de los supervivientes de semejante desastre es un modelo de serenidad: se trata de este ángel de rostro andrógino que clava su mirada melancólica en una escena que ya nunca podremos contemplar. A mí me cuesta pensar que ninguno de los fragmentos perdidos del retablo Baronci pudiera igualar su belleza. Puestos a fantasear, quiero creer que una mano milagrosa detuvo en el punto preciso el efecto destructor del terremoto.
 
Siempre nos sorprende el hecho de que un artista sea capaz de reflejar en su obra la gracia y la espontaneidad de los niños, pero a mí me atraen sobremanera aquellos lienzos que plasman el punto inseguro de pequeños modelos que no se sienten cómodos a la hora de posar. No deja de ser, en definitiva, otra forma de captar la infancia en su faceta más auténtica. El pintor belga Fernand Khnopff (1858-1921), creador de numerosas mujeres evanescentes y con un cierto aire maléfico, es también autor de retratos infantiles como este, que lleva como título el nombre de su protagonista, Jeanne Kéfer. Esta niña educada y esmeradamente vestida para la ocasión no parece asumir del todo su papel de centro de interés, y por ello se arrima a la pared para sentirse más protegida y clava en nosotros una mirada ingenua y expectante. Todo en su postura delata la intervención reciente de un adulto que la ha colocado como si de una muñeca se tratara: los pies perfectamente paralelos, el brazo derecho pegado al cuerpo y la mano izquierda que busca un punto de apoyo en la abertura del abrigo, en un gesto solemne e impropio de su edad. Cuanto más se han ocupado de pulir la superficie, más vemos la vulnerabilidad y la inocencia de los pocos años. El artista se ha encargado además de rodear a su diminuta modelo de un entorno de colores suaves, a tono con su carácter. Todo es blanco, crema y verde pastel en ese pequeño rincón del mundo, en esa puerta de la que apenas acertamos a ver la parte inferior, porque está cortada a la altura de la infancia.

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