LECTURAS DE LA PASADA PRIMAVERA (2014)

Lo he confesado en más de una ocasión: no leo tanta poesía como debiera. La tentación de abrir un libro de narrativa para escuchar una voz que me cuente una historia es demasiado grande y casi siempre me cuesta vencerla. Pese a ello, la poesía sale a mi encuentro en sitios inesperados. Así me ha sucedido con este libro de relatos de Eloy Tizón que responde al título ―tan cortazariano― de Velocidad de los jardines. Eloy Tizón es un escritor del que he oído hablar en los últimos tiempos con auténtica fascinación. Basta meter su nombre en un buscador de Internet para encontrar reseñas y comentarios de sus libros, escritos por lectores rendidos ante su originalidad. Velocidad de los jardines fue su primera obra publicada y es un libro de cuentos breves que esconden constantes sorpresas. Nada parecido a una narración convencional con su línea argumental y sus personajes definidos. Las voces narrativas se superponen, los límites del tiempo se vulneran con total libertad. El lenguaje es de un preciosismo y una precisión propios de un poeta. Tizón no es un autor para lectores convencionales; sus relatos desconciertan, aturden, juegan a despistar, recompensan siempre con la belleza de su prosa y la alucinante capacidad de sugerencia de sus imágenes. Dejo aquí como ejemplo un precioso pasaje extraído del relato Los viajes de Anatalia, que habla del amor a los libros surgido en la infancia: «De pequeño soy Julio Verne. Mi soledad y mi cuarto se van poblando de mástiles y planisferios, de planetas sumergidos y resacas, de maderas encalladas. En mi escritorio suceden furiosísimos motines, naufragan los batiscafos, mi cama es una isla que se desplaza. El correo del zar cruza la estepa, no hay tiempo, van a matarlo, y la primera comunión, estarás contento, ya está tan cerca».

Cuando conocí el título de esta última novela de Murakami, pensé que no podía ser. Era imposible encontrar una razón lógica que justificara semejante fórmula a medio camino entre lo estrafalario y lo poético (tan de su autor, en definitiva). «Esta vez te has pasado, amigo mío», pensé con cierta malsana satisfacción. Apenas llevaba leídas unas pocas páginas cuando tuve que tragarme mis palabras. Los años de peregrinación del chico sin color no sólo es un título estupendo, original, llamativo, sugerente: es, además, perfecto para lo que el novelista cuenta en esta historia de paso a la edad adulta y de conocimiento de uno mismo. No desvelaré aquí por qué. Únicamente diré que se trata del primer pulso ganado por Murakami al lector. El segundo viene en seguida, cuando se plantea el nudo de la trama: ¿la sólida amistad de un grupo de cinco adolescentes, dinamitada cuando cuatro le retiran todo trato al quinto de ellos, sin mediar la más mínima explicación? Venga ya; imposible encontrar una razón que explique tal disparate. Nuevo error. Unos capítulos más, y todo resulta de una coherencia aplastante. Murakami, con su lógica especial y sus giros imprevistos, es capaz de cualquier cosa. Incluso de hacerme leer convulsivamente en una época ajetreada, en la que sería fácil que la concentración se me esfumara de no mediar la mano hábil de este mago del juego narrativo.

La novela más reciente de Pérez-Reverte es la historia de una búsqueda, la que realiza una periodista especializada en arte que sigue las huellas de un grafitero del que sólo conocemos sus audaces acciones y el nombre de batalla con el que las firma, Sniper. Este ser misterioso y esquivo, que se escurre por entre las páginas del libro, al que nos parece atisbar como una sombra fugitiva encaramada a una azotea o escabulléndose tras una esquina, adquiere a medida que avanza la trama dimensiones colosales. Sólo sabemos de él lo que nos cuenta una larga retahíla de conocidos suyos con los que la periodista se va entrevistando. Cada uno nos da una pieza del mosaico: es un héroe, es un villano, un loco, un artista, un rebelde, un iconoclasta, un gran farsante. Capaz de levantar en armas a los grafiteros de media Europa para dar desplantes al orden establecido, responsable de la muerte de chiquillos con sus irreflexivas propuestas, acreedor de la lealtad sin condiciones de los que lo siguen y del odio visceral de los que quieren hacerle pagar sus desmanes. Como todos los personajes a los que vemos a través de la mirada de otros, Sniper despierta una profunda fascinación en el lector, que se debate entre el deseo de conocerlo y el temor a que su presencia real no esté a la altura de la imagen que de él se ha creado. Lo confieso: desde que empecé a leer esta historia, miro con otros ojos las gigantescas firmas pintadas con aerosol sobre los puentes que jalonan mi camino diario al trabajo.

A pesar de su nombre de resonancias épicas, Jerjes es un personaje humilde y entrañable. Tiene veinte años y una leve discapacidad mental; gracias a un plan de integración, trabaja en la limpieza de uno de los inmuebles más emblemáticos de Madrid, el edificio de Telefónica de Gran Vía. Acompañado por su colega de trabajo y amigo Duque, Jerjes intenta sacar adelante un puesto laboral en el que nadie cree realmente y que le granjea la condescendencia, la simpatía o un vago desprecio de los otros trabajadores. En sus ratos libres, acude a la cuesta de Moyano, donde, con peculiar tenacidad, insiste en comprar postales y libros a una mujer medio demente que lo mismo lo atiende con interés que lo despide con cajas destempladas o lo acusa de robarle la mercancía. «La loca y el tontito», los define el librero de la caseta vecina. Son dos seres distintos rodeados por el indiferente engranaje de la gran ciudad. Óscar Esquivias, al que aún le faltaban años para alcanzar la treintena cuando escribió esta novela, trata a su protagonista con naturalidad y sencillez. No hay empalagos ni ostentosas compasiones. Con un estilo directo y sin alardes verbales, basado fundamentalmente en la fluidez de los diálogos, nos presenta las evoluciones de este Jerjes que tiene una madre que lo quiere pero que se ha endurecido con la vida, un padrastro comprensivo, varios compañeros de trabajo tan solitarios como él y una curiosa lealtad hacia una vendedora loca que, tal vez por solidaridad entre seres marginales, es la única en cuyo negocio no le da vergüenza pedir lo que desea.

Por alguna razón que no acierto a descifrar, he tardado mucho tiempo en decidirme a leer esta novela de Carmen Martín Gaite de la que personas cercanas me han ido hablando con entusiasmo a lo largo de los años. Una de esas lagunas ―una de tantas― que los amantes de la lectura sentimos como un lastre que nos atenaza, y que en un momento dado nos lleva a decir aquello de: «De este verano no pasa que me lea…», «De estas vacaciones no pasa que me ponga con…» Aquí estoy al fin, por tanto, inmersa en el emocionante ámbito de esta novela escrita con lenguaje exquisito. El mundo de los cuentos de hadas, con sus misteriosas historias de iniciación a la edad adulta; el resbaladizo terreno de los recuerdos, con las trampas que estos nos tienden para confundirnos; el cerebro del protagonista, enturbiado por los conflictos no superados y por las drogas: todo contribuye a situar al lector en un territorio oscuro, hondo, de introspección, con el que es fácil identificarse. Cualquiera puede sentirse como este Leo recién salido de la cárcel que se encierra en la casa de sus padres para encontrar las claves de su difícil personalidad, ocultas en su infancia y en la complicada relación con su madre. En un hermoso juego de espejos, el lector a solas frente a las páginas se encuentra con el personaje a solas frente a sí mismo y su pasado. Yo siento una especial vinculación entre esta trama de búsqueda de uno mismo y la lectora que fui hace años. Qué feliz habría sido yo en edad más temprana recorriendo los paisajes tempestuosos y el caserón poblado de objetos antiguos, bajo la mirada mágica y amenazadora de la Reina de las Nieves del cuento de Andersen. Gran error, en ocasiones, no hacer caso de lo que ciertos lectores recomiendan.

Con el subtítulo de Un relato victoriano de fantasmas, Impedimenta ha editado recientemente la obra más conocida del hoy casi olvidado Edward Bulwer-Lytton, escritor de gran éxito en su momento. Lo hace, como es norma en esta editorial, en un cuidado librito impreso en un papel maravilloso y con una sugerente portada: en este caso, se trata de un cuadro del pintor John Atkinson Grimshaw, contemporáneo del autor de La casa y el cerebro, que representa una misteriosa vista urbana bajo la luna llena. Nada, en efecto, puede ser más victoriano que esta clásica historia de terror sobrenatural en la que un perfecto caballero británico se encierra en una casa encantada en compañía de su criado y su perro. Con perfecta flema y sin perder jamás la compostura, el protagonista se enfrenta a extraños y aterradores fenómenos, empeñado en su cruzada contra la superstición y en dar a cuanto sucede una explicación pseudocientífica. Es curioso el efecto que causa en el lector ―o al menos en esta lectora― este héroe capaz de concentrarse en la lectura de un ensayo mientras espera a que amenazadoras presencias se materialicen en torno a él: cuanto más racional es su actitud, más deseos sentimos de salir huyendo de tan pavoroso escenario. Interés por lo esotérico, búsqueda de nuevos límites a la ciencia, atracción simultánea por lo inexplicable y por lo susceptible de ser reducido a términos intelectuales: este relato recoge a la perfección el espíritu y las contradicciones de una época.

Llegué a esta novela de autor para mí desconocido a través de la entusiasta reseña de un colega bloguero al que leo con frecuencia (y al que debo agradecer unos cuantos descubrimientos muy gratificantes para mí). Pero esto no es más que la primera parte de la historia: si me sentí impelida a leerla sin dilación fue por el embrujo que ejerció sobre mí su maravilloso título. Melisande, ¿qué son los sueños? es el primer verso de un poema de Heine, y recoge a la perfección la historia de amor apasionado y juvenil de los dos protagonistas, el narrador y su compañera, amiga y amante Mellie ―diminutivo de Melisande―, así como la amistad que los une con el tercero en discordia, un loco maravilloso, compañero de andanzas y de estudios, que responde al nombre de Ricky. Confieso que huyo como de la peste de las historias románticas al uso, y por eso mismo me fascinan los autores capaces de ahondar en la relación amorosa sin caer en clichés sentimentaloides. El estadounidense de origen israelí Hillel Halkin solventa el problema con pulso de maestro. De su mano recorremos los exaltados territorios de la primera juventud, esa época dorada en que amor y amistad se entrelazan y confunden pero a la vez alcanzan una fuerza y definición como no tendrán nunca en el mundo gris de la edad madura. Me entero de que se trata de la primera novela de su autor y me quedo pasmada ante tal despliegue de destreza narrativa. Leo luego que el novelista la escribió con setenta y tres años y todas las piezas me encajan: son precisas mucha experiencia y una larga perspectiva para trazar un retrato tan sabio y profundo del amor de juventud.

No conocía a la escritora finlandesa Sofi Oknasen cuando, el pasado Día del Libro, una compañera de trabajo me regaló su última novela, Cuando las palomas cayeron del cielo. Y no tenía noticias de ella a pesar del impacto que, según me he enterado después, causó en sus lectores su anterior obra, Purga. Siento enorme gratitud hacia las personas que me abren a nuevos autores o literaturas poco exploradas por mí. El descubrimiento es doble en este caso, porque en Cuando las palomas cayeron del cielo, Sofi Oknasen ahonda en la historia reciente de Estonia, país sobre el que confieso tener escasísimos conocimientos. Y lo hace con soltura y sin explicaciones superfluas, exigiendo al lector que se sumerja en la trama y se deje llevar, sin importar su ignorancia sobre el tema. Son los años finales de la Segunda Guerra Mundial y los estonios viven la retirada de los soviéticos y la llegada del poder alemán. A la liberación de un yugo le sucede la imposición de otro, aunque no todos los personajes lo vean así. Los miembros de dos familias unidas por el matrimonio de varios de sus descendientes pululan por un escenario en perpetua transformación, sorteando amenazas, huyendo, buscándose un hueco entre los poderosos, deseando hundirse con ese mundo que se desmorona a su alrededor. Y por debajo de esa trama de fuerzas encontradas, los sentimientos no por individuales menos intensos: la frustración de los deseos, la pérdida del ser amado, la incomprensión de los allegados, la soledad.

Esta novela de Luis Sepúlveda llevaba meses esperándome en la estantería desde que la adquirí el año pasado en un mercadillo de segunda mano. Por alguna razón, la Amazonia con sus indígenas shuar y sus animales desmesurados me ha parecido un lugar grato para refugiarme en esta etapa final del curso, tan llena de prisas y trabajo acumulado. Allí estoy pues, en compañía del entrañable protagonista que, tras largos años de jugar según las leyes de la selva, se da cuenta ya avanzada la edad madura de que dispone de un arma más poderosa que las cerbatanas envenenadas que con tanta pericia maneja. «Fue el descubrimiento más importante de toda su vida. Sabía leer. Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez», nos dice el narrador. A partir de esa revelación, Antonio José Bolívar, el viejo que sabe leer pero no escribir, se debate entre su ansiedad por devorar novelas y su reputación de experto cazador, que lo obliga a enfrentarse a una terrible tigresa que amenaza su aldea. Luis Sepúlveda compone un canto al poder de la lectura a través de este hombre de acción que lo único que desea es tumbarse en su hamaca a leer historias sentimentales, pero al cual su pasado lo reclama y no le da tregua. A mí este héroe a su pesar me resulta francamente simpático. Yo también desearía concentrarme en la lectura, en esta época agitada en que otro tipo de fieras distraen mi atención.
Me resulta muy difícil recordar ―y más aún pronunciar― el nombre de esta autora polaca sobre la que, curiosamente, he sostenido conversaciones en los últimos tiempos con diversas personas. Las alusiones suelen ser un tanto perifrásticas («una poeta polaca…», «sí, la ganadora del Nobel en el año noventa y tantos…»), pero la opinión es unánime: el que lee o escucha un texto de esta autora a la vez natural y profunda se siente tocado en lo más hondo. Yo no puedo sino asombrarme ante su extraordinaria capacidad para aunar lo general y lo concreto, lo trascendente y lo sencillo, y crear textos que sobrevuelan las duras fronteras de la traducción. Sus poemas parecen recitados al oído de cada cual, nacidos en su misma lengua, destinados a remover precisamente su conciencia y su sensibilidad. La creo capaz de tocar el más alto tema filosófico y de hacerlo comprensible para el lector medio sin caer en la banalización. En el prólogo de esta antología de sus libros El gran número y Fin y principio, los editores ponen de manifiesto el duro trabajo que ha realizado el equipo de traducción para conseguir verter al castellano las palabras de Szymborska conservando la cuidada naturalidad que tienen en el original polaco. Supongo que es un eco del duro trabajo de pulimentación al que somete la autora su pensamiento: está claro que semejante milagro de claridad y fluidez no surge por azar.

Comentarios

  1. Bueno, Bea, ahora a la Bibliotecaa ver si consigo alguno. Siempre me descubres autores de los que nunca había oido hablar. L

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    1. Es una cadena que me encanta cuando se pone a funcionar: alguien descubre un autor nuevo a alguien, y este se lo comenta a otro que a su vez lo difunde en su blog que a su vez es leído por otra persona que acude a la biblioteca en su búsqueda. ¿Quién dijo que leer es una actividad solitaria? A mí me ayuda a contactar con los demás en esa maravillosa red de lecturas y recomendaciones. Espero que encuentres lo que buscas. Y que, a poder ser, la cadena siga funcionando.

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