DURANTE LA TORMENTA

El mundo se desmantela un tanto cuando en la placidez de una tarde como la de hoy, casi de verano, se produce una tormenta. Es un momento de desconcierto. El paseante salió de casa con indumentaria ligera y los pies al aire, los muchachos andaban celebrando por las calles la inminente llegada de la libertad, familias con niños pequeños habían tomado posesión de los parques. Y de repente, los signos del descalabro: el cielo de color plomo, el viento que arrastra objetos inesperados, el horizonte cerrado, el olor a humedad en el aire. Los viandantes se miran, sorprendidos. Revolotean los tejidos de sus ropas y el pelo revuelto les azota la cara. Es como si un ser superior diera la señal desde arriba: hay que echar a correr. La mayoría no consigue salvarse de la cortina de lluvia.

Es también ―confieso con algo de reparo la mezquindad― el momento de la venganza de los confinados en un interior por exceso de trabajo. Mala cosa es esta de que las tareas se acumulen con la llegada del buen tiempo; el encierro lo vuelve a uno rencoroso cuando el mundo florece al otro lado del cristal. Pero esta tarde es distinta, porque aunque no ha habido posibilidad de paseo ni disfrute del casi verano, en compensación el cielo nos brinda la oportunidad de espiar desde lo alto al jardinero que huye con la cortacésped, a los niños que escapan dando gritos, a los vecinos que caminan acelerados en dirección al refugio de comercios y portales.

Pequeñas miserias aparte, esta inesperada irrupción de las fuerzas naturales en la tarde primaveral me ha traído a la memoria un poema de Jorge Luis Borges titulado Barrio recuperado. Casi mejor le cedo el paso a su verbo contundente (no en vano, sigo teniendo una larga lista de tareas por hacer). El poema, perteneciente a su libro Fervor de Buenos Aires, dice así:

Nadie vio la hermosura de las calles
hasta que pavoroso en clamor
se derrumbó el cielo verdoso
en abatimiento de agua y de sombra.
El temporal fue unánime
y aborrecible a las miradas fue el mundo,
pero cuando un arco bendijo
con los colores del perdón la tarde,
y un olor a tierra mojada
alentó los jardines,
nos echamos a caminar por las calles
como por una recuperada heredad,
y en los cristales hubo generosidades de sol
y en las hojas lucientes
dijo su trémula inmortalidad el estío.

Sólo me permito una leve discrepancia con el maestro: él descubría la belleza de las calles después; yo la encuentro durante la tormenta. 

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