LOS CUADROS DE MARZO (2014)
Las
ocasiones en que los grandes artistas se fijan en aspectos humildes de la
realidad producen con frecuencia resultados especialmente atrayentes. Sucede
así con este Retrato de Gonella, bufón de
Ferrara del pintor francés Jean Fouquet (1420-1481). El artista hace un
hueco en su habitual galería de nobles y Vírgenes y pone sus pinceles al
servicio de un personaje de inferior categoría, carente de distinción; un
personaje divertido, sencillo, entrañable. Es toda una experiencia cruzar la
mirada con la de este modelo que no nos contempla desde la altura inaccesible
de un trono o una corte celestial. La expresión cansada de sus ojos, la sonrisa
triste, el gesto de conformidad: estamos viendo a un tipo que vive de hacer
reír pero que apenas oculta ante su retratista la melancolía de una existencia
ya larga. La obra es, por otra parte, un alarde de pericia técnica. Fouquet
capta con extraordinaria precisión las distintas texturas, la piel que ribetea
el gorro, la barba canosa que aflora, la dura tela del jubón. Pero insisto una
vez más en los ojos. Esos ojos cansados, acuosos, que contienen experiencia,
comprensión y una profunda humanidad. Como sucede siempre en los grandes
retratos, uno desearía trabar conversación con el buen Gonella, que lleva
pintado más de cinco siglos pero nos parece tan vivo como nosotros mismos.
Rectifico: al contemplar este retrato suyo, es como si ya estuviéramos
charlando con él.
El
pintor catalán Ramón Casas (1866-1932) rondaba la cuarentena cuando conoció a
una vendedora de lotería llamada Julia Peraire. El origen humilde de ella y la
diferencia de veintidós años entre ambos no impidió que esa mujer se
convirtiera en su esposa a pesar de la oposición del entorno del artista. Julia
fue también su modelo favorita: Casas realizó numerosos retratos en los que la
plasmó en distintos momentos de su vida y con atuendos variados. El más intenso
es probablemente este titulado La
Sargantain, pintado al comienzo de su relación, y sobre cuyo peculiar
título se ha especulado mucho: tal vez se trate de un falso galicismo formado
sobre la palabra catalana “sargantana” (lagartija), posible apelativo cariñoso
con el que el artista se dirigía a su modelo y amante. Pero no es necesario
conocer el referente real de este cuadro para captar la fuerte pasión que
subyace tras él. La actitud de la muchacha, su posición frontal y su mirada
fija, su actitud corporal, mezcla de abandono y descaro, nos hablan de una
relación tempestuosa. En esta imagen de Julia hay furia, provocación, desafío.
Las pinceladas parecen confluir de forma vertiginosa en el cuerpo femenino que
se adivina bajo el vestido. Su rabioso color amarillo, que rompe la monotonía
de los tonos pardos del fondo, no es casual: la figura de Julia parece
incendiarse frente a nuestra mirada, igual que la relación que consume al
pintor y su modelo.
Empieza
la primavera y esta sección se llena de colorido con La mujer de la sombrilla del pintor francés Louis Anquetin
(1861-1932). La mirada del que contempla esta pintura se dirige de forma
inevitable hacia la rutilante cabellera pelirroja de la modelo cuyo rostro
apenas adivinamos, hacia su tocado de vistosas flores azules y hacia el
encendido color de la sombrilla que se despliega tras ella. Todo en torno a
este foco de atención va perdiendo intensidad y se difumina en los trazos
rápidos y hábiles del artista: los árboles del fondo, la silueta masculina que
camina llevando un bastón, el carruaje que está a punto de escaparse por la
derecha. Esta pintura tiene el encanto de lo inmediato, de lo captado al vuelo,
del momento milagrosamente detenido para la eternidad. Uno tiene la impresión
de ver al artista trabajar de forma apresurada en esta celebración de lo
instantáneo. Si Anquetin hubiera tardado unos segundos en iniciar su tarea, el
cuadro que habría pintado habría sido otro. La modelo nos daría la espalda, el
coche habría salido de escena llevándose la fugaz sonrisa de su ocupante, la
sombrilla ocuparía tal vez toda la superficie y nos vetaría la visión con su
rutilante tela roja. Todo es hermoso, ágil y liviano en esta obra encantadora.
Y pasajero. Igual que la primavera.
Más
de una vez he comentado en este blog la atracción que ejerce sobre mí el color
blanco en la pintura. Salvador Dalí explora hasta el extremo sus posibilidades
en esta Calma blanca pintada en 1936.
Como sucede en las que para mí son las obras más interesantes de este artista,
la escena aquí captada me produce una inquietud sutil, sin estridencias. Todo
es a primera vista perfectamente apacible y cotidiano en ella, y sin embargo
está traspasada por un halo de misterio. Esa superficie marina que se prolonga
sin apenas interrupción en el firmamento crea un entorno casi abstracto, una
especie de remedo de la eternidad. En ese ámbito que parece al margen del espacio
y del tiempo, se desenvuelven varios personajes plasmados con realismo
fotográfico, lo que otorga al conjunto un cierto aire de collage. Una mirada
más atenta nos lleva a descubrir los detalles que son la causa de nuestra
incertidumbre: el ánfora rota que se sostiene en la orilla en un equilibrio
imposible, la vertiginosa perspectiva que separa a la bañista del primer
término y a la diminuta figura que emerge tras ella, la curiosa presencia de un
campesino sobre una peña aislada en mitad del agua. Alrededor de estos
misteriosos personajes, se alza un paisaje mudo, como si el artista hubiera
sido capaz de pintar el silencio. No sé si le sucederá a alguien más: cuando
contemplo este cuadro, no puedo evitar contener la respiración.
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