TRES HISTORIAS DE INFANCIA
Durante el pasado mes de
febrero me llegaron por variadas vías tres noticias que llamaron poderosamente
mi atención. De hecho, aunque luego he comprobado que saltaron a los medios con
unos quince días de diferencia, yo conocí las tres al mismo tiempo, cuando,
charlando con una persona muy cercana, le conté una de ellas, que acababa de
escuchar en la radio, y ella me contó las otras dos. ¿Por qué pusimos en común
esas historias? Muy sencillo: las tres están relacionadas con la infancia.
Transcurren en lugares del planeta alejados entre sí, en circunstancias muy
distintas, pero tienen a niños como protagonistas. Su carácter es también
diametralmente opuesto; nos hablan de asuntos tan distintos como la ternura, la
enfermedad, la crueldad infantil, el valor, la soledad, la guerra, la
inconsciencia, el humor.
La primera es una historia
bonita. Este adjetivo, tan inane a fuerza de ser utilizado para cualquier cosa,
tiene para mí un campo claro de aplicación. Me parece adecuado para calificar a
esas historias tiernas, conmovedoras, que le reconcilian a uno con el género
humano. Como esta que transcurre en una ciudad kurda de Irán y que tiene como
protagonistas a un grupo de escolares y a su maestro, que presentan la
peculiaridad de estar completamente calvos. Solo uno de ellos lo está en contra
de su voluntad: se trata de un pequeño que padece una enfermedad desconocida
que le ha hecho perder el pelo. Este niño distinto sufrió durante un tiempo el
recelo y el rechazo de sus compañeros, hasta que su maestro tuvo la brillante
idea de raparse la cabeza en solidaridad con su alumno. Aparte de bondadoso,
este maestro debe de ser especialmente carismático, porque al cabo de unos días
la clase en pleno se presentó con la cabeza pelada. Todos calvos, en esa aula
de una remota población de Irán cuyo nombre no nos dice nada por estos lares y
de la que solo sabemos que alberga en una de sus escuelas este delicioso
ejemplo de fraternidad. La consecuencia más importante es que el caso del niño
enfermo ha removido algo en el interior de las autoridades, que han favorecido
la investigación de las causas de la dolencia. Lo más divertido lo cuenta el
propio maestro: intentó convencer a sus alumnos de que no imitaran su ejemplo
hasta que llegara el buen tiempo, pero fue inútil. El entusiasmo infantil es
imparable. Así están ahora, pasando frío con sus cabezas peladas, estos
colegiales que lo mismo pusieron su energía al servicio de las burlas a un
compañero enfermo que la ponen ahora para arroparlo en su desgracia.
La segunda historia es
terrible. Ha corrido por las redes sociales como pie de una foto en la que puede
verse una figura diminuta que emerge del desierto portando una bolsa de
plástico. Este pequeño es un niño sirio llamado Marwan y tiene cuatro años. Los
titulares que coparon de inmediato la prensa informaban de que había atravesado
el desierto de Jordania en solitario para huir del conflicto bélico que azota
su país. Todos nos llevamos las manos a la cabeza: locutores de radio y televisión,
tuiteros, telespectadores, radioyentes. La figurilla ataviada con una chaqueta
blanca y que se inclina para no arrastrar por el suelo una bolsa demasiado
grande para él es un puñetazo en nuestra conciencia de afortunados habitantes
del mejor de los territorios posibles: el de la paz. Pero la incomodidad no
duró demasiado, porque al poco surgieron desmentidos que explicaban que tan
impactante noticia era una mala interpretación de un tuit apresurado de un
miembro de ACNUR, en el que se informaba de que el pequeño se había separado
momentáneamente de su familia, con la que había realizado el viaje, y con la
que ya se había reunido. Vaya. Gigantesco alivio; un cierto chasco, tal vez.
Suspiros de tranquilidad recorren las redes sociales. Podemos dirigir nuestra
atención hacia otras historias singulares y dejar de preocuparnos por los
innumerables pequeños Marwan que huyen de las innumerables guerras.
La última historia es
divertidísima. A mí me lo resulta, al menos. Transcurre en un medio mucho menos
inquietante que las anteriores: la civilizada y pacífica Noruega. Su
protagonista es un niño bien alimentado y que goza ―suponemos― de excelente
salud. No nos tenemos que preocupar, por tanto, por su seguridad. O tal vez sí.
Porque este niño de diez años ha demostrado ser tan intrépido y poseer una
iniciativa tan impropia de su edad que se ha puesto en peligro a sí mismo y a
su hermana pequeña. Lo hizo cuando decidió hace unos días conducir el vehículo
familiar hasta la casa de sus abuelos, a sesenta kilómetros de distancia. Como
única ayuda y copiloto llevaba a su hermanita, un bebé de dieciocho meses.
Ignoro cómo este personaje de corta experiencia e ilimitada osadía fue capaz de
conducir durante varios kilómetros por las carreteras heladas antes de salirse
y quedar detenido en la cuneta sin sufrir daño alguno. Otros a su edad nos
habríamos estrellado directamente contra un pilar del aparcamiento. Pero el
caso es que este jovencito llevó a cabo con éxito la primera parte de su
aventura y, cuando el empleado de una máquina quitanieves se acercó para
ofrecer su ayuda, no se amilanó al ser descubierto in fraganti. Ni corto ni
perezoso, le espetó lo siguiente al asombrado operario: «Verá, es que soy un enano. El carné de conducir me
lo he dejado en casa». A mí me encanta este niño aventurero de
inagotables recursos. Su imaginación y su capacidad para sortear obstáculos me
fascinan; querría tenerlo entre mis alumnos. Aunque supongo que sus padres no
estarán tan contentos. Preferirían, tal vez, tener un hijo más vulgar, de esos
que se asustan y a los que no hay forma de animar a emprender la aventura de
salir al mundo.
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