LECTURAS DEL PASADO INVIERNO (2014)
De
vez en cuando, me gusta dejarme guiar a la hora de elegir una lectura por las
sugerencias que despierta en mí un título. Es un juego que me encanta: un autor
desconocido, una trama sin precisar, y el irresistible deseo de leer provocado
por una breve combinación de palabras. El de esta novela me llamó la atención
de inmediato: Algún día este dolor te
será útil. Esa frase entre terrible y consoladora que todos hemos oído en
algún momento de nuestras vidas; esa promesa de que el sufrimiento
aparentemente inasumible tiene una justificación y un sentido. Lo siguiente que
hice fue buscar información sobre el libro y su autor, y me encontré con una
reseña que empezaba así: «James Sveck, el
narrador de esta novela, es un adolescente inteligente y precoz, ha terminado
el colegio y durante el verano trabaja en la galería de arte que su madre tiene
en Manhattan y en la que casi nunca entra nadie. Pese a haber sido admitido en
la prestigiosa Universidad de Brown no está seguro de querer ir; lo que de
verdad le gustaría es comprarse una casa en el campo y pasarse el día leyendo,
sin ser molestado; detesta relacionarse con gente de su edad, a la que evita y
con la que piensa que no tiene nada en común». Mi primer pensamiento fue
que este libro me estaba destinado y que su sugerente título había cumplido a
la perfección la tarea de llevarme hasta él. Lo he encontrado en una biblioteca
pública de mi barrio y ahora lo tengo en mi poder. Se termina el juego y
comienza, pues, la lectura.
«Sé paciente y resiste: algún día
este dolor te será útil» es el
lema del campamento para adolescentes inadaptados en el que James Sveck pasó el
verano de sus doce años, durante el divorcio de sus padres. Ahora, ocho años
después, convertido en un joven no mucho más integrado en el mundo que le
rodea, James pasa revista a su vida cotidiana, a su familia, a las precarias
relaciones con la gente de su edad, y nos lo cuenta en un estilo directo,
desenfadado, lleno de toques divertidos pero también de destellos de exquisita
delicadeza. Toda recomendación de un libro es personal y subjetiva, pero en
este caso lo es especialmente, porque a mí este joven en constante desacuerdo
con su entorno me ha seducido desde la primera línea y me ha retrotraído una y
otra vez a mis conflictos de adolescente: el ansia de soledad en contradicción
con el sufrimiento por no ser comprendido, la puesta en tela de juicio de las supuestas
verdades intocables, la angustia por saberse distinto pero el propósito de
seguirlo siendo, la tendencia a la melancolía, las dificultades para
comunicarse con los más cercanos frente a las entrañables conexiones con
personas alejadas por edad o circunstancias. Para el que no haya experimentado
sensaciones semejantes tal vez carezca de interés esta historia íntima,
construida a base de pequeñas tempestades interiores. Yo agradezco
infinitamente su creación a su autor, el estadounidense Peter Cameron, cuyo
nombre no me decía nada hace apenas unos días, pero al que ahora, tras el
tiempo compartido con el protagonista de Algún
día este dolor te será útil, tengo la impresión de conocer desde siempre.
Por
fin llega a mis manos esta novela de Juana Pinés Maeso, ganadora del Premio
Provincia de Guadalajara de Narrativa 2011. Lo hace con un considerable retraso
debido a las complicadas circunstancias económicas de los últimos tiempos. Es
precisamente esa larga espera para ver publicada una obra lo que me ha unido a
esta escritora: ambas ganamos el mismo premio en ediciones consecutivas y
tuvimos que aguardar un par de años hasta ver nuestras creaciones en forma de
libro. Amenizamos la espera con una correspondencia que me hace tener una
impresión muy vívida sobre esta autora a la que, sin embargo, no conozco en
persona. Acabo de empezar el viaje por las páginas de Tal vez la noche me redima, bajada a los más íntimos pensamientos
de una mujer a la que un trágico compás de espera obliga a pasar revista a su vida:
su marido está en coma como consecuencia de un accidente de coche, del que su
acompañante, una joven desconocida, ha salido ilesa. Un mundo que se desmorona
de un plumazo y que deja a la vista del lector los entresijos más doloridos,
los anhelos y frustraciones, el miedo y el rencor de un ser humano con el que
resulta enormemente fácil identificarse.
Debemos
de ser muchos los amantes de los felinos, a juzgar por el éxito obtenido por Un gato callejero llamado Bob (en el
original, A street cat named Bob,
juego de palabras sobre el título de la célebre obra de Tennessee Williams A street car named Desire). Este libro
recoge las vivencias de su autor, el músico ambulante James Bowen, en la época
en que intentaba salir de la droga y ganarse la vida con su guitarra en las
calles de Londres. Un hecho aparentemente banal viene a iluminar el oscuro
panorama de esa lucha cotidiana: un día se encuentra, sentado frente a una
puerta del sórdido edificio de apartamentos en que vive, a un gato herido que
parece esperar a que alguien le preste ayuda. Si Bowen hubiera hecho lo que la
mayoría en su lugar ―pasar de largo―, su trayectoria habría sido bien distinta.
Pero se trata de un individuo con una sensibilidad especial para los animales;
se preocupa por el destino de esa criatura tan desasistida como él mismo, se
implica en su curación y su cuidado, y cuando quiere darse cuenta, tiene un
compañero y un aliado en su propia rehabilitación, alguien por quien
preocuparse y que lo obliga a ordenar su existencia. El libro narra el
afianzamiento de la relación entre ambos, las dificultades que afrontaron
juntos y el triunfo final de Bowen sobre las drogas que habían ensombrecido su
primera juventud. Una entrañable historia de amistad de una pareja peculiar. Y,
por añadidura, un muestrario de esas experiencias divertidas o complicadas que
los que tenemos gato conocemos sobradamente: sus decisiones inquebrantables,
sus predilecciones y sus fobias, sus enfermedades, el pelo que pronto cubre
todos los muebles de la casa y, sobre todo, ese momento inolvidable en que el
gato decide que, entre todas los humanos posibles, tú eres el que ha elegido
para compartir su vida.
Este
ensayo del novelista José Ovejero parte de la fascinación por el lado oscuro de
la existencia. La ruptura de normas, el enfrentamiento a lo establecido, la
rebeldía y el peligro, esos territorios inexplorados que con tanta frecuencia
atraen a las personas de vida apacible y ordenada. Ovejero lo explica así en el
primer capítulo: «…todos somos renegados
en nuestro interior: nos tenemos por más revolucionarios, heterodoxos e
inconoclastas de lo que los demás pueden percibir; cualquier oficinista se
siente en secreto un aventurero, puede que doble la espalda diez veces al día
delante del jefe, pero muy por dentro es Dick Turpin o Barbarroja». De la
mezcla entre la curiosidad por esas vidas marginales y el gusto por las letras
nace este libro, que está formado en su mayor parte por las biografías de
escritores que traspasaron en algún momento ―algunos con notoria insistencia―
las fronteras de lo legal: Jean Genet y sus desafueros, la carrera
autodestructiva de la generación Beat, el inexplicable y brutal crimen de
adolescencia de Anne Perry, los violentos raptos de celos de Verlaine… Hay
falsificadores, drogadictos, asesinos, timadores, agresores, ladrones,
violadores. Algunos ―muchos―, adultos fruto de una infancia terrible. Todos
ellos enfrentados a un sistema que antes o después les pasa factura. Y todos
ellos también unidos por la necesidad de esgrimir la pluma para justificarse,
para denunciar la injusticia social o la brutalidad del sistema carcelario,
para mentir sobre sus trayectorias, para reinventar sus vidas.
En
el prólogo a este libro de relatos del mexicano Francisco Tario, el escritor
Alejandro Toledo cuenta una curiosa anécdota en la que aparece su también
compatriota Octavio Paz: La casa de este último en Ciudad de México era un
lugar de reunión de poetas, pero las tertulias que en ella se desarrollaban se
veían frecuentemente interrumpidas por extraños ruidos (gritos, aullidos,
música disonante…) procedentes de la casa vecina. Ante la insistencia de sus
invitados, Octavio Paz y su esposa investigaron el origen de tan curiosas
perturbaciones y descubrieron que los dueños de la casa en cuestión realizaban también
reuniones de artistas, durante las cuales se grababan dramatizaciones en un
gramófono recién adquirido. Dichas dramatizaciones tenían con frecuencia un
carácter lúgubre o macabro (una adaptación de Drácula de Bram Stoker, por ejemplo), lo cual explicaba el
inquietante acompañamiento sonoro. El dueño de la casa era un escritor llamado
Francisco Peláez, que había publicado varios libros bajo el seudónimo de
Francisco Tario. Lo que acabo de contar me parece mucho más que una mera
anécdota divertida: retrata a la perfección la personalidad original y
desbordante de este autor, capaz de dotar de vida en sus relatos a barcos,
ataúdes, muñecos y trajes, igual que otorgó vida a su propia casa con los
sonidos que de ella emanaban. En el universo de Tario no hay diferencia entre
los seres animados y los inanimados, entre los inteligentes y los carentes de
conciencia; sus objetos poseen autonomía y capacidad de decisión, sus animales
están dotados de altísimos sentimientos o de refinada habilidad para la venganza.
Es un mundo narrativo rompedor y diferente, que sorprende siempre al lector. Lo
increíble es que este escritor al que la posteridad no le ha hecho justicia
publicó La noche en 1943, años antes
de que los novelistas del Boom nos enseñaran a no asombrarnos de casi nada.
Ser
invitado a esta Boda en el Delta
supone ingresar en un mundo extraordinario, lejano a nuestras circunstancias
más allá de lo que marcan las distancias de espacio y tiempo. Es verano en una
pequeña población del estado de Mississippi. Hasta allí llega la pequeña Laura,
que acaba de quedarse huérfana y se une por un tiempo a la amplia familia de su
difunta madre para participar en la boda de una prima. De la mano de esta
recién llegada, entramos en el proceloso clan de los Fairchild, en su vida
ruidosa y abigarrada, poblada de parientes de todas las edades, de vivos y
difuntos, de señores y criados que se entrecruzan en confuso y variopinto
tropel. Estos personajes de vida ociosa llenan sus largos días estivales de
conversaciones, divagaciones, correteos por las mansiones plagadas de
recuerdos, paseos por la despiadada y misteriosa naturaleza que los rodea.
Eudora Welty es una escritora sin contemplaciones, que nos introduce en la
complicada trama familiar sin apenas explicación, como si fuéramos realmente
invitados algo confusos frente al variado plantel de rostros a los que tardamos
un tiempo en poner nombre. Pero cuando queremos darnos cuenta, ya estamos
atrapados: nos hemos sumergido en la trama como si nadáramos por las aguas
oscuras y cenagosas del río Yazoo, personaje mudo omnipresente en la historia.
Un
verano especialmente caluroso en una diminuta población de Italia. Durante el
día, los mayores permanecen a resguardo y solo los niños se atreven a salir de
las casas y campan en total libertad. Es así como Michele, el pequeño
protagonista de No tengo miedo, hace
un terrible descubrimiento que lo pone en contacto con el lado más tenebroso
del mundo adulto. Esta novela del autor italiano Niccolò Ammaniti es de esas
cuya lectura resulta difícil interrumpir. En medio de las obligaciones del día,
uno está deseando encontrar un resquicio que le permita acompañar de nuevo al
curioso muchacho que, montado en su inseparable bicicleta, surca los campos
amarillos en dirección a una casa abandonada donde habita el espanto. El
sugerente título está lleno de ironía para el lector. Porque el sentimiento que
domina al testigo de esta exploración infantil es el miedo frente a la
incertidumbre, frente a las verdades apenas intuidas, frente al secreto con que
los adultos tapan acciones terribles cuyas últimas implicaciones es imposible
captar del todo a través de la mirada inexperta del protagonista. Y es que
completar el horror con elementos de nuestra propia cosecha es un ejercicio
inquietante: tal vez descubramos que salen de nuestra imaginación atrocidades
mayores que las que el autor propone.
«Ésta es la orilla del mar. Ni tierra
ni mar. Es un lugar que no existe»,
dice uno de los protagonistas de esta misteriosa y fascinante novela de
Alessandro Baricco. La trama la componen una serie de peculiares personajes que
se alojan por distintos motivos en una posada de la costa: un pintor empeñado
en realizar un retrato del mar, un profesor que busca la frontera exacta entre
el agua y la tierra, dos mujeres decididas a curarse de sus dolencias, morales
y físicas, y un hombre silencioso que aguarda algo que el lector ignora. Es un
ambiente extraño, enrarecido, poblado de sugerencias. El narrador de tan
singular historia no puede evitar ser también atípico, y juega a meterse y
salirse de la narración, a experimentar con la lengua, a modificar los signos
de puntuación tradicionales. El resultado es desconcertante a ratos, divertido,
poético, extravagante. Yo, francamente ―y a estas alturas de mi trayectoria
como lectora, esta afirmación quiere decir algo―, nunca he leído nada igual.
Baricco me enternece, me sacude, me hace reír, me despista, me desespera. Juega
conmigo como las olas del mar que vienen y van. No sé si hará falta ser un
enamorado del mar para dejarse llevar por el hipnótico vaivén de la trama de
esta novela. En mi caso, se da la feliz coincidencia.
Esta
última creación de Vargas Llosa comienza de forma liviana, casi intrascendente,
con la confortable presencia de escenarios familiares y viejos conocidos de los
fieles a la narrativa de este autor. Pero los hilos de la trama comienzan a
cobrar un sentido unitario mediada la novela, cuando el lector toma conciencia
de encontrarse frente a distintas plasmaciones de un único tema: la dificultad
para mantener la dignidad y los ideales frente a una realidad fea, mediocre,
innoble. En esa misma barca de precario equilibrio navegan los protagonistas de
esta historia coral: Felícito Yanaqué, el transportista que lleva el consejo
paterno de no dejarse pisotear al extremo de plantar cara a las amenazas de la
mafia local; don Ismael, que decide disfrutar del amor a los ochenta años
aunque eso suponga enfrentarse a sus desaprensivos hijos; Mabel, que desde niña
vive a costa de los hombres pero lucha por conservar un mínimo de decencia en
su condición de mantenida; don Rigoberto, que ha renunciado a sus inclinaciones
artísticas a cambio de seguridad laboral pero que defiende con uñas y dientes
su paraíso privado de cultura y sensibilidad. Estos personajes habitan islotes
en los que se encarna todo lo que de bello y elevado hay en el mundo. Vargas
Llosa va tendiendo con habilidad los hilos que los conectan entre sí. En torno
a ellos, se agitan las aguas procelosas del engaño, la vileza, la falta de
escrúpulos; en definitiva, la más cruda realidad.
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