LA CASA ESTÁ ENCENDIDA
Aun a riesgo de no resultar
original en absoluto, diré que dos de los objetos cotidianos que más me fascinan
son los espejos y las ventanas. Me atraen, es evidente, por su condición de puertas de acceso:
hacia lo más hondo de uno mismo, hacia el mundo exterior o hacia el interior de
los otros. Pasada la época infantil y adolescente de autoexamen constante en el
espejo, en mi estado actual soy más proclive a asomarme a ventanas (y no estoy
sola en mi afición, a juzgar por la actitud de gran parte de mi alumnado, en
especial ahora que se acerca la primavera). Cuando hablo de asomarme a ventanas
me refiero en una doble dirección: de dentro hacia fuera, de fuera hacia
dentro. Dominar un paisaje, una calle, un horizonte, desde el puesto de
vigilancia tras el cristal. Atisbar el interior de las casas, la vida que late
tras los muros, a través de una ventana iluminada.
Tal vez por esta inclinación
mía me resulta tan atractivo el célebre poema de Luis Rosales titulado La casa encendida. El texto presenta un
periplo del propio autor por espacios oscuros que son una representación
simbólica de su devenir vital. En los últimos versos, el poeta se encuentra en
la calle frente a su propia vivienda y descubre que las ventanas están
iluminadas. Es una imagen de enorme serenidad y belleza; hay luz dentro de la
casa, luego hay vida en su interior y el viajero ha llegado, por fin, al descanso tras su peregrinaje. Ya no va a estar solo, a la intemperie, a merced de sus
zozobras. La casa está encendida. Es el final de la incertidumbre:
«Al
día siguiente,
―hoy―
al llegar a mi casa ―Altamirano, 34― era de noche,
y quién te cuida, ¿dime?; no llovía;
el cielo estaba limpio;
―"Buenas noches, don Luis" ―dice el sereno,
y al mirar hacia arriba,
vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,
las ventanas,
―sí, todas las ventanas―;
Gracias, Señor, la casa está encendida.»
―hoy―
al llegar a mi casa ―Altamirano, 34― era de noche,
y quién te cuida, ¿dime?; no llovía;
el cielo estaba limpio;
―"Buenas noches, don Luis" ―dice el sereno,
y al mirar hacia arriba,
vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,
las ventanas,
―sí, todas las ventanas―;
Gracias, Señor, la casa está encendida.»
Me encanta establecer correspondencias entre obras de
distintas modalidades artísticas, y en este caso la pintura me lo pone fácil. Son
frecuentes las representaciones plásticas de casas iluminadas, pero yo me quedo
sin duda con esta del artista español contemporáneo Guillermo Pérez Villalta. Este
cuadro titulado La casa del bosque
pertenece a una maravillosa serie de temples sobre madera llamada Paisajes encontrados. La indeterminación
de las formas, el envolvente color azul del paisaje nocturno y la inquietante
presencia de esta solitaria cabaña en medio de la creciente oscuridad crean un
conjunto de enormes sugerencias. Esta lucecilla temblorosa que le planta cara a
las tinieblas tiene mucho de humana, y es fácil reconocer en ella nuestro lado
más vulnerable y solitario, más condenado a la tristeza y el fracaso, pero
inevitablemente asido a la esperanza.
El fotógrafo estadounidense Todd Hido es un maestro de los
paisajes brumosos, de contornos difuminados por la lluvia o los cristales
empañados. Su mundo impreciso y misterioso está con frecuencia poblado por
edificios que emergen de las sombras, en los que reluce de forma casi
sobrenatural una ventana iluminada. El internauta curioso encontrará en la red
decenas de ejemplos similares al que acompaña estas líneas. Una vez más, la
oscuridad que amenaza con tragarse el mundo y la valiente respuesta de una luz
encendida. Estas imágenes producen una mezcla de sensaciones contrapuestas en
el que las contempla, el miedo y el alivio, el desamparo y la seguridad. Es
imposible permanecer indiferente ante estas casas de Hido que se abren ante
nosotros como un refugio frente a la angustia de estar vivo. Quizá porque
dentro de cada uno de nosotros habitará siempre un niño asustado por esa muerte
cotidiana que supone la noche.
¡Cómo angustian las imágenes! ¡Cómo angustian las palabras! Qué bonito el poema que abre a la esperanza. L
ResponderEliminarEl poema resulta tan esperanzador precisamente porque la presencia de la oscuridad a nuestro alrededor es angustiosa. Son dos de las facetas que más estimo del arte: la posibilidad de plasmar nuestros miedos, la capacidad de abrir una puerta a la esperanza.
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