FINAL DE FIESTA

Oigo por la radio referencias al último día del Carnaval de Tenerife y me vienen a la cabeza un sinfín de imágenes asociadas a los finales de fiesta. Las luces de Navidad ya fuera de uso, esperando a ser descolgadas. Los escenarios vacíos y silenciosos, a punto de convertirse en meras tablas que es necesario trasladar. Los envoltorios y papeles de los regalos de Reyes, desbordando las basuras. Las imágenes de las procesiones vueltas a sus respectivos templos, solitarias en la oscuridad de sus capillas. El traje de la ocasión especial lleno de arrugas, abandonado de cualquier forma en una silla del dormitorio. El estruendo de los envases de vidrio arrojados a los contenedores de reciclaje. Los restos de serpentinas, espumillones, banderas de papel, que arrastra el viento, se enredan en los muebles, se refugian en los rincones. La inutilidad y tristeza de los objetos que deben esperar un año para tener sentido de nuevo o que ya no lo tendrán nunca más. La profunda melancolía de los finales de fiesta.

Varias veces al año, mi terraza del piso octavo me brinda un puesto privilegiado para observar este proceso. Desde ella se ve un tramo de un paseo por el que discurren todos los desfiles festivos de mi barrio. El pasado sábado, cómo no, tuvo lugar el de Carnaval. La presencia de la lluvia le dio desde el principio un cierto tono sombrío: el color plomizo del cielo, las gotas que caían de tanto en tanto, los impermeables transparentes que protegían de forma discreta algunos disfraces y los paraguas que cubrían a los no muy abundantes espectadores no hacían presagiar una ocasión especialmente memorable. Incluso la percusión y el metal de las bandas tenían un sonido triste bajo aquel manto gris. Aun así, qué tesón el de las peñas por no deslucir el efecto de los disfraces colectivos; qué mérito el de los padres dedicados a bailar con sus pequeños para no caer en el desánimo ni, tal vez, en las garras del resfriado.

Todos los años le echo un par de vistazos al desfile, me sonrío ante la originalidad de ciertos atuendos y vuelvo a mis ocupaciones. La música animada y estruendosa me acompaña como un telón de fondo tamizado por los ocho pisos de distancia. Cuando retorna el silencio al barrio, me asomo por última vez. Entonces me encuentro siempre con la misma imagen: el paseo todavía cerrado al tráfico, salpicado por desperdicios que arrastra el viento. Está a punto de iniciarse un nuevo desfile, este de eficientes empleados de limpieza, que avanzan en formación armados con sus herramientas de trabajo y en pocos segundos dejan impoluto el tramo que se avista desde mi puesto de vigía. En seguida llegan los policías que retiran vallas y señales de prohibición. Algún vehículo tímido enfila la calle, como asombrado de ser el primero en recuperar el derecho a circular. La vida normal, que se instaura poco a poco. Y al cabo de un rato, en parejas, en grupos ya pequeños, algunos en solitario, van apareciendo indios, mosqueteros, vikingos, esquimales, cabareteras, mexicanos, policías y superhéroes de acción, que regresan caminando lentamente en dirección a sus casas, como presas de un enorme cansancio.

Mientras contemplaba este año las calles sucias y las maniobras de vuelta a la normalidad, me ha venido a la cabeza una secuencia de una película que me gusta mucho. Se trata de Amarcord, el disparatado y entrañable retrato de la vida de una ciudad italiana durante los años del fascismo, dirigido en 1973 por el siempre grande Federico Fellini. Esta película posee uno de los desenlaces más melancólicos que recuerdo. La celebración de una boda ha reunido en una fiesta campestre a muchos de los personajes cuyas evoluciones hemos seguido a lo largo de la historia. La novia está emocionada, los convidados se deshacen en muestras de afecto. Se decide hacer una foto de grupo, pero se desata un chubasco inesperado. A partir de ahí, queda claro que la fiesta está a punto de terminar: el viento hace revolotear los adornos, la larga mesa al aire libre está llena de restos de comida, los niños se han dispersado por el campo. Un par de parejas de última hora se ponen a bailar. En un plano portentoso, vemos a un acordeonista ciego que toca con un perro como único espectador. La alegría de momentos antes se va desmoronando. Cuando el novio arrastra a su ya esposa hacia el coche que los lleva hacia su nuevo estado, no nos cabe la menor duda de que esa mujer que llora por la vida que pierde va a ser profundamente desgraciada. El ramo de novia queda abandonado sobre el suelo. El coche se aleja. En un maravilloso barrido final, la cámara nos muestra los restos de la celebración, los desperdicios que revolotean, los invitados que hacen planes y se dispersan. Nos queda la triste sensación de que no es únicamente una fiesta lo que ha encontrado su fin. 

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