DETALLES (IV)
Cuando
yo era una estudiante de COU, tuve una profesora de Historia Contemporánea cuyo
nombre he olvidado, pero de la que guardo dos recuerdos muy concretos. Uno es
el frecuente empleo de la muletilla “horror y pavor”, con la que recalcaba los
momentos de especial intensidad de los hechos que nos relataba en sus clases.
Nos decía así, por ejemplo: “Y entonces
Napoleón III comprendió, horror y pavor, que había perdido la batalla”, y
los casi cuarenta alumnos adolescentes que abarrotábamos el aula escondíamos la
cabeza en los apuntes para disimular la risa.
El otro recuerdo que guardo de esta profesora tiene para mí un gran valor sentimental y está directamente relacionado con esta serie de entradas que dedico a comentar detalles de obras pictóricas. Se trata de un consejo que nos dio cuando se enteró de que íbamos a visitar el Museo del Prado guiados por su colega de Historia del Arte. Con gesto soñador, comentó que había un cuadro en la sala de los primitivos flamencos que le gustaba especialmente. Creo que fue la única vez que la oí hablar de algo personal, alejado del programa de Historia que desarrollaba con mano férrea. Lo hizo casi con vergüenza: a aquella mujer discreta, semejante alejamiento de lo puramente académico debía de parecerle una entrada en el terreno de la intimidad. No sé si alguno de mis compañeros tomó nota de su recomendación; yo sí lo hice, y la prueba de que fue un acierto es que ahora, tres décadas después, le estoy dedicando estas líneas.
El otro recuerdo que guardo de esta profesora tiene para mí un gran valor sentimental y está directamente relacionado con esta serie de entradas que dedico a comentar detalles de obras pictóricas. Se trata de un consejo que nos dio cuando se enteró de que íbamos a visitar el Museo del Prado guiados por su colega de Historia del Arte. Con gesto soñador, comentó que había un cuadro en la sala de los primitivos flamencos que le gustaba especialmente. Creo que fue la única vez que la oí hablar de algo personal, alejado del programa de Historia que desarrollaba con mano férrea. Lo hizo casi con vergüenza: a aquella mujer discreta, semejante alejamiento de lo puramente académico debía de parecerle una entrada en el terreno de la intimidad. No sé si alguno de mis compañeros tomó nota de su recomendación; yo sí lo hice, y la prueba de que fue un acierto es que ahora, tres décadas después, le estoy dedicando estas líneas.
El
cuadro que con tanta emoción nos recomendó aquella profesora es una obra
pequeña, que puede fácilmente pasar inadvertida en medio de otras más grandes y
aparatosas que pueblan esa zona del Museo. Es fácil que la mirada se desvíe
hacia el dramatismo de Van der Weyden o la estrambótica profusión de El Bosco y
pase por alto este cuadro de modestas dimensiones y tema cotidiano. Se trata de
una pintura firmada por Robert Campin que representa a Santa Bárbara, pero que podría
muy bien ser el retrato de una dama que entretiene sus horas de ocio leyendo
junto al fuego, en un interior ordenado y burgués. El estilo meticuloso del
autor ha sembrado el escenario que rodea a la protagonista de objetos pintados
con extraordinario virtuosismo: los jarrones de distintos materiales, el
artesonado del techo, la tela de los ropajes, el libro que sostiene la santa,
con sus páginas primorosamente decoradas. Es un cuadro frente al cual uno puede
pasarse horas, y siempre descubrirá un elemento nuevo que parece recién incorporado
por una mano mágica. A mí me ha llevado años caer en la cuenta de la presencia
de una escarpia clavada en una viga del techo, plasmada con enorme realismo,
con su sombra proyectada sobre la madera.
Pero
el detalle que entusiasmaba a mi profesora de Historia es la ventana. Un vano abierto
hacia un paisaje luminoso en el que se distinguen una torre en construcción,
varios personajes a pie y uno a caballo, un cielo cubierto de nubes, una ciudad
lejana: un cuadro dentro de otro cuadro. El consejo que nos dio fue, cómo no,
que nos asomáramos a ella. Yo lo hice en aquel momento, y desde entonces, siempre
que paso por esa sala, me acerco al cuadro de Campin para volverme a asomar.
Como si hubiera caído sobre mí un hechizo. Da vértigo contemplar ese universo en
miniatura que se abre en una esquina de un espacio ya por sí no muy grande. Imagino
al artista concentrado en esa parcela de su obra, dando pinceladas con mano
firme, y no puedo sentir más que gratitud. También la siento, cómo no, hacia la
mujer que me hizo reparar en esta pequeña maravilla. Jugadas de la memoria: fue
la primera persona que me paseó por los grandes acontecimientos de la historia
contemporánea, y lo que no he podido olvidar de ella es que me invitó a
asomarme a una diminuta ventana.
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