UN MUSEO VACÍO
Hace
cosa de un mes, publiqué en este blog una entrada que, bajo el título de Pintar con palabras, hablaba de la
difícil y apasionante tarea de utilizar el lenguaje para describir lo que otros
han plasmado en imágenes. Al final mencionaba una obra de teatro en la que
dicha tarea tenía un protagonismo especial, y prometía escribir en breve otra
entrada sobre ella. Cuestiones de índole variada me han impedido cumplir antes
tal compromiso, pero he aquí finalmente el texto anunciado. La obra a la que me
refería es El guía del Hermitage, del
escritor peruano Herbert Morote, que tuve ocasión de conocer a través de la
versión estrenada en Madrid hace cinco años, con dirección de Jorge Eines y la
interpretación del actor argentino Federico Luppi.
El guía del Hermitage es un texto precioso que habla sobre temas que me
son muy queridos: la imaginación, el valor del arte, la capacidad para superar
el lado más crudo de la realidad con el poder de la mente. La acción transcurre
durante el cerco de Leningrado por las tropas alemanas, y se sitúa en un
escenario único y sobrecogedor, las salas vacías del museo del Hermitage, del
cual se han retirado las obras expuestas para que no caigan en manos enemigas.
En este espacio lleno de sugerencias viven refugiados dos curiosos personajes,
un guía y un vigilante, Pavel e Igor, cuyo único contacto con el exterior viene
dado por las visitas de Sonia, la joven esposa del primero de ellos, que vive
entregada a la labor de mantener el ánimo de la población sitiada. Encerrados
en el majestuoso edificio, Pavel e Igor emplean las largas horas del día en
confrontar sus puntos de vista antagónicos. Porque estos dos seres unidos por
las circunstancias encarnan el clásico binomio quijotesco de ideal frente a
sentido práctico. Pavel, el antiguo guía del museo, se empeña en mantener la
ilusión de que todo continúa como siempre, y realiza visitas guiadas en las que
explica a un auditorio ficticio las obras de arte que ya no están en las salas.
Igor, el vigilante, es un hombre simple, sin fantasía, que sigue las consignas
del Partido sin el menor atisbo de espíritu crítico, pero que aun así se siente
fascinado por el despliegue de imaginación de su compañero de refugio. Sonia,
por su parte, representa esas circunstancias externas de las que apenas tenemos
una fugaz visión: es una mujer muy atareada, que se preocupa por la salud mental
de su marido, pero al que no puede dedicar más tiempo, entregada como está a
una labor que no admite demora. En el tiempo que pasan juntos y a solas los dos
protagonistas masculinos, estos dos hombres comparten frío, penalidades,
hambre, confidencias y algún alimento inesperado que consiguen por medios
azarosos y que resulta para ellos todo un manjar. Son los polos opuestos, pero
están unidos por una amistad a prueba de divergencias. Y como sucede en el
modelo cervantino, el hombre sencillo y práctico va entrando poco a poco en el universo
elevado de su compañero, al que acabará sustituyendo cuando la muerte lo
arrebate.
La
base argumental de El guía del Hermitage
es en sí muy atractiva, pero tiene para mí el interés añadido de que el mundo
ilusorio del protagonista está rebosante de pintura. Son deliciosas las escenas
en que Pavel describe frente a un muro vacío el cuadro que siempre ha estado
ahí, y lo pinta con palabras ante los asombrados ojos de Igor y Sonia. Es un
acierto del autor graduar esas pinceladas descriptivas, que comienzan aludiendo
a autores sobradamente conocidos por el espectador medio ―Velázquez, Monet, Rembrandt―,
quien puede así imaginar sin grandes dificultades las imágenes que las palabras
del personaje evocan. Pero en la escena más llamativa de la obra, Pavel describe
para nosotros un cuadro de un autor ruso no tan popular por estos pagos, Ilya
Repin. Recuerdo que, cuando llegó ese momento, mi interés aumentó
considerablemente: me veía obligada a construir en mi mente una imagen sobre la
que no tenía ninguna referencia previa, la de un cuadro de nombre largo y
complicado, Carta de los zarapogos al
Sultán de Turquía. Se trata de la recreación de un hecho de la historia
ucraniana sucedido en el siglo XVII: el Sultán Mehmed IV, empeñado en someter
bajo su imperio el territorio dominado por los cosacos zarapogos, les hace
llegar una misiva solemne y altanera en las que los conmina a rendirse. La
reacción de estos hombres fieros no se hace esperar, pero, por una vez, no pasa
por el empleo de las armas. Le cedo la palabra a Pavel, el guía del Hermitage,
para que cuente la escena:
PAVEL.- Ejem, ejem, queridos amigos,
como parte de la celebración del primer centenario del nacimiento de IIya
Repin, el Museo Hermitage tiene el alto honor de presentarles una de
sus obras más representativas: “Carta de los zaporogos al Sultán de
Turquía”. Como veis es un cuadro enorme para hombres enormes, este cuadro
mide dos metros de alto por tres metros y medio de largo.
IGOR.- Es grande pero sigo sin ver nada.
PAVEL.- Haz un esfuerzo, Igor, aquí lo tienes. Demos primero una mirada general a la escena. Estamos viendo una gran celebración de guerreros, ¿de qué se ríen estos fieros cosacos? Al fondo humea su fortaleza, acaban de defenderla de los turcos a quienes han derrotado. Los indomables zaporogos han luchado con valor y se han apoderado de los poderosos cañones enemigos. Probablemente es el primer fracaso otomano, sin duda es el más estruendoso. Sin embargo la guerra está lejos de haber terminado, desde Estambul el sultán los amenaza con enviar a sus invencibles jenízaros para acabar con ellos. Promete borrarlos del mapa si no se rinden inmediatamente. Lejos de atemorizarse, los zaporogos se envalentonan y deciden enviar una carta al sultán. Mirad, mirad bien, en medio del campo ese hombre de cerquillo con papel y pluma en la mano está escribiendo sobre una tosca mesa lo que le dictan sus rudos compañeros. Viendo las caras alegres y despreocupadas de los zaporogos podemos fácilmente saber lo que están diciendo.
IGOR.- ¿Podemos leer la carta?
PAVEL.- Pues claro, fíjate en la carcajada del cosaco de pie a la derecha de la mesa.
IGOR.- Hay varios.
PAVEL.- Fíjate en el más alto, aquel que lleva ese gorro blanco y exhibe su enorme pecho y voluminoso vientre.
IGOR.- ¿El que sostiene su barriga con las dos manos?
PAVEL.- Ese mismo. Ahora fíjate en el que está a su izquierda. Mira que más que cosaco parece tártaro. Bueno, ese ya no puede más de la risa, le falta la respiración. Está al borde del colapso.
SONIA.- La verdad es que todos tienen una risa contagiosa. ¿Qué más, Pavel, qué más? Sigue, sigue.
PAVEL.- Bueno, veamos al del centro, ese que está encima del escribiente. Por su traje sabemos que es uno de los jefes, sujeta la pipa en la boca, no se ríe, pero podemos asegurar que su mente está a kilómetros de distancia. Está imaginándose la cara del orgulloso sultán cuando lea que los zaporogos lo mandan olímpicamente a la mierda.
IGOR.- Ese otro le dice al sultán que cortarán los cojones a todos los jenízaros que se atreva a enviar.
SONIA.- Y que si sigue fastidiando ellos irán a Estambul para sacarlo a patada limpia de su harén.
PAVEL.- Y lo castrarán y lo mandarán como eunuco a la corte de zar de Rusia.
SONIA.- Miren a ese que está morado de risa.
IGOR.- Ese acaba de dictar al escribiente que le diga al sultán que si no quiere que los cosacos invadan Turquía que mande a sus hermanitas. Sí, que mande a sus hermanitas. [...]
Supongo
que no tengo que añadir que me faltó tiempo, en cuanto llegué a casa, para
buscar en Internet el cuadro sobre el que me había hecho una imagen
mental tan precisa. Lo incluyo también a continuación. Como apreciará el
lector que haya llegado hasta el final de esta entrada, la descripción de Pavel
no podría ser más ajustada a la realidad. Este “cuadro enorme para hombres
enormes” rebosa desfachatez y contagiosa alegría. Las expresiones de los personajes
que participan en la redacción de la irrespetuosa misiva no tienen desperdicio.
Uno desearía ver un cuadro gemelo en el que se nos mostraran los rostros del
Sultán y su corte al recibir la carta. Pero ese otro cuadro, me temo, no queda
sino imaginarlo.
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