LOS CUADROS DE AGOSTO (2013)
El pintor neoyorquino
Robert Fundis (nacido en 1977) es el artista más joven que ha pasado hasta el
momento por esta sección. Es autor de obras de enorme intensidad, en las que
combina diversas técnicas y explora la textura de superficies y materiales con
el fin de indagar en los entresijos de la condición humana, especialmente en
los sentimientos de angustia y soledad. La división de la presente obra en dos
paneles tiene una clara intención expresiva: estos dos personajes retratados de
perfil están aislados en sus respectivos mundos. Ella clava los ojos en él con
gesto de conformidad; la mirada de él se escapa hacia un punto indeterminado en
las alturas. Y, entre ambos, se abre esa profunda hendidura que divide el cuadro
en dos. Tenemos la impresión de que los miembros de esta pareja están más
separados que si hubieran sido pintados dándose la espalda. El conciso y
contundente título de la obra no deja lugar a dudas: Corrosión. Todo está en trance de desmoronarse, en este mundo
monocromo y gris. En consonancia con ello, el artista se ha encargado de que la
superficie irregular del cuadro parezca a punto de resquebrajarse, igual que la
precaria relación de los dos seres humanos atrapados en él.
Los suelos mojados son una
fuente de reflejos, imágenes difusas e invertidas, brillos rutilantes: una
bendición para un pintor. En Día de
primavera, del artista ruso Nikolái Pozdneev (1903-1978), la superficie
cubierta por el agua cobra tal protagonismo que desplaza a una esquina del
cuadro los otros elementos que lo integran y que ocuparían el centro en una
composición más convencional: la vegetación, el manto de nieve que cubre el
paisaje, las siluetas de farolas y edificios y las figuras de los tres niños
que nos dan la espalda, concentrados en su camino hacia la escuela o tal vez de
vuelta a casa. Pozdneev, que creó sobre
todo naturalezas muertas y escenas cotidianas, es un auténtico mago del color.
En este cuadro, las notas de rojo y verde en las indumentarias de los colegiales
y el azul intenso de la calzada húmeda resplandecen frente a nuestros ojos y
producen una sensación de intensa alegría. En este mundo todavía cubierto por
la nieve, en esta vía poblada de charcos, el pintor sólo tiene ojos para las
notas de brillante cromatismo que afloran en medio de los restos del invierno,
como esa primavera a punto de entrar en eclosión.
Los retratos barrocos son
un prodigio de presencia y rotundidad; a primera vista, este no es una
excepción. Pero el personaje de noble porte y aparatosas vestiduras que
protagoniza este cuadro guarda una sorpresa para el que lo observa con
atención: tiene orejas de burro. Es el mítico Rey Midas, el monarca al que una
disputa con el dios Apolo trajo tan indeseadas consecuencias para su imagen,
pintado por el artista napolitano Andrea Vaccaro (1600-1670). Eliminando toda
referencia a la leyenda y centrándose en el personaje principal, Vaccaro crea
una obra comedida e intensa, con un tema delicado, en el que sortea con
habilidad lo anecdótico y lo grotesco. No nos importa por qué este personaje se
ha visto conducido a tan lamentable situación; el único protagonista del cuadro
es el hombre y su deseo de mantener la dignidad en medio de su desgracia. Con
sabiduría y elegancia, el pintor coloca a su modelo dando la espalda al
espectador, concentrado en otro foco de atención, aunque algo en la expresión
de su rostro nos dice que capta la curiosidad con que lo escrutamos y la
soporta con valentía. Este Midas sigue teniendo el porte de un rey, a pesar de
su penoso defecto. El artista nos transmite la idea de que, en sus
discrepancias con la divinidad, la fortaleza de los simples mortales tiene
mucho que decir.
Las puertas y ventanas son
objeto de atención por parte de los artistas desde tiempos inmemoriales. Como
foco de luz que irrumpe en una estancia, o como apertura hacia un mundo más
abierto y luminoso o por el contrario oscuro e inquietante, estos huecos que
marcan la división entre lo de dentro y lo de fuera ocupan un lugar importante
en las pinturas de interiores. En La
ventana, del pintor francés Pierre Bonnard (1867-1947), este elemento cobra
un protagonismo absoluto. Nada vemos de la habitación en la que se sitúa el
artista aparte de una mesa y una cortina; la presencia humana queda reducida a
los objetos de escritorio abandonados momentáneamente. El papel central lo
ocupan los cristales que nos abren al paisaje, plasmado con los joviales
colores característicos del autor. Una profusión de casas pintadas con
encantadora ingenuidad nos dirigen hacia el horizonte, hacia las montañas
azuladas y el cielo cargado de nubes. Hay un momento de nuestra contemplación
en que parece que nos encontremos con nuestra imagen duplicada: desde un balcón
vecino, el perfil apenas esbozado de un personaje que se inclina sobre la
barandilla nos anuncia una presencia inesperada, la de alguien que como
nosotros observa el paisaje y nos hace sentirnos acompañados en la tarea de
mirar.
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