PRIMEROS PLANOS (III)
Tres colores: Azul inició en 1993 la trilogía sobre los ideales de la
Revolución Francesa dirigida por el realizador polaco Krzysztof Kieslowski.
Recuerdo el impacto que me causó en su estreno; esta película dedicada a la
idea de la libertad esquiva las visiones sentimentales y facilonas sobre dicho
concepto y se lanza de cabeza a explorar la condición de libre de aquel que
está por completo privado de ataduras. Azul
es la historia de una mujer que pasa de una situación aparentemente idílica a
perderlo todo: en un accidente de tráfico mueren su marido y su hija, y al poco
descubre que él sostenía una relación amorosa fuera del matrimonio. Por no
conservar nada, ni siquiera tiene un recuerdo limpio del hombre con el que ha
compartido su vida. El plano que traigo a esta sección es de los muchos
impresionantes que componen la película y que exploran con intensidad el
recorrido emocional del personaje. La protagonista, encarnada por Juliette
Binoche, pasa su mano por la superficie rugosa de un muro de piedra, en un
intento por hacer físico ese dolor inmenso que la bloquea. En una película en
la que el elemento musical tiene un papel muy importante, este primer plano del
rostro de la actriz y de su mano va acompañado únicamente por el ruido de la
piel al frotarse contra la roca. Acostumbrados como estamos a que la música nos
subraye los estados de ánimo de los personajes, nos sobrecogen de manera
especial el sonido de las pisadas, el murmullo de las hojas que cubren el muro,
el rasgar de los nudillos sobre las aristas de piedra, el gemido ahogado de la
protagonista cuando consigue, por fin, dar salida a ese dolor que la sobrepasa.
El
anciano compositor Antonio Salieri recuerda el momento en que tuvo entre sus
manos las partituras originales de las piezas creadas por el que es
simultáneamente su ídolo y su enemigo, un músico vividor, infantil y tocado por
la mano de los dioses llamado Mozart. El cineasta Milos Forman resuelve tan
intenso momento con una alternancia de primeros planos de Salieri anciano y
joven, recordando o palpando con sus dedos el objeto de su veneración y su odio
y evocando la música más genial jamás compuesta. Se trata probablemente de la
escena más recordada de Amadeus
(1984), adaptación cinematográfica de la obra de teatro homónima de Peter
Shaffer. La portentosa interpretación del actor F. Murray Abraham da
corporeidad a los exaltados sentimientos de rabia, frustración y celos de su
personaje. Es difícil albergar con más intensidad los simultáneos impulsos de admiración
y aborrecimiento hacia un rival. Y por encima de todo, el puro goce, la emoción
ante el carácter sublime de la obra de un genio. Son muy hermosos los primeros
planos de las partituras acariciadas, recorridas, arrojadas al suelo por los
dedos de Salieri, al ritmo de las prodigiosas melodías que emanan de su cerebro
atormentado por la envidia.
La
trayectoria profesional del director de fotografía Luis Cuadrado está sembrada
de joyas que supusieron la renovación del cine español durante las décadas de
los sesenta y setenta. Como si de un personaje de un relato de Borges se
tratara, este hombre dedicado en cuerpo y alma a captar la luz y las formas del
mundo circundante tuvo que afrontar en los últimos años de su breve vida el más
terrible de los males para su misión artística: la ceguera. El espíritu de la colmena, rodada en
1973, fue uno de los últimos trabajos que pudo realizar por sí mismo, sin la
ayuda de discípulos como el también gran operador Teo Escamilla. A él se debe,
por tanto, la fotografía limpia y expresiva de esta ópera prima del entonces
debutante Víctor Erice. Su cámara recogió el despojado paisaje castellano y los
rostros de los actores con idéntica voluntad de penetrar en lo que está oculto
bajo las apariencias. Si todos los elementos de esta película resultan tan
ricos en significados y sugerencias es, en parte, por la maravillosa forma en
que están fotografiados. Traigo aquí el célebre pasaje de las dos niñas
aguardando la llegada del tren junto a las vías, con una alternancia de
extraordinarios primeros planos de los rostros a la vez ingenuos y misteriosos
de las pequeñas Ana Torrent e Isabel Tellería, acompañados por el ruido de
fondo del tren que se acerca. Ojo al precioso plano final, con las figuras
infantiles de perfil sobre las vías, recortadas encima de un horizonte blanco y
desolador.
Este
impactante primer plano es el desenlace de una historia no por sobradamente
conocida menos terrible. El perturbado Norman Bates ha sido detenido por sus
crímenes. Lo vemos encerrado en una celda, incapacitado para hacer daño de
nuevo, aparentemente solo. Pero no lo está. La voz en off nos revela pronto la
presencia de esa madre dominadora que se ha apoderado de forma definitiva de su
cerebro. Mientras la voz de la madre omnipresente desgrana una larga serie de
reproches hacia su hijo, la cámara se va acercando al rostro del actor. Sólo
Anthony Perkins podría haber dotado a esta escena de semejante intensidad. Lo
vemos vulnerable, insignificante, aplastado por el peso de su atroz
progenitora, pero poco a poco, en su cara se va dibujando una expresión de inaudita
crueldad. El momento final en que clava sus ojos en el espectador con una
sonrisa perversa me robó más de una noche de sueño de mi infancia. Supongo que a
muchos otros les ocurriría lo mismo. No lo olvidemos: la increíble pericia del
maestro Hitchcock a la hora de rodar Psicosis
es lo que nos hace tan difícil bajarnos del coche para buscar alojamiento
en mitad de la noche y, sobre todo, ducharnos a solas en una habitación de
hotel.
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