POR AMOR DE LO QUE VUELA
En
los últimos días de este curso que acaba de terminar, me he acordado muy a
menudo de don Antonio Machado. No se trata de algo sorprendente en mí, ya que me
sucede con cierta frecuencia. Es lo que tienen los grandes poetas: hablan de
todo lo que nos afecta, lo grave y lo liviano, lo trascendente y lo banal, y
sus palabras se nos vienen a la memoria a la primera de cambio. En esta
ocasión, mientras corría yo por los pasillos de mi instituto o intentaba
mantener el orden del aula en el inevitable maremágnum del final de curso, lo
hacía con el runrún de unos versos de don Antonio resonando en el interior de mi
cabeza. La causa no era un sentimiento de melancolía, ni una reflexión sobre lo
cíclico o lo efímero de la existencia humana. ¿La responsable de mi constante
evocación? Una plaga de moscas.
En
su libro de poemas Soledades, dentro
del apartado Humorismos, fantasías,
apuntes, Antonio Machado incluye una composición juguetona y de apariencia
intrascendente titulada Las moscas. Podríamos
pensar que se trata de un capricho de poeta, una excentricidad del que decide
poner su despliegue verbal al servicio de una realidad mínima. Pero Machado no
era hombre de alardes vacíos; este poema dedicado a tan humildes, molestos, prescindibles
protagonistas, esos insectos que, según dice el poeta, ni labran cual abejas ni
brillan cual mariposas, le sirve a su autor para pasar revista a todas las
etapas de la vida y para hablar de la monotonía de la existencia y del fracaso
de los sueños. Se trata de un poema muy conocido a causa de su versión musical;
me limitaré a incluir aquí algunos de sus versos, como aquellos en que, con sobrecogedora contundencia, Machado une a la presencia de las moscas el breve
recorrido que va de la primera infancia a la muerte:
…yo sé que os habéis posado
sobre el juguete encantado,
sobre el librote cerrado,
sobre la carta de amor,
sobre los párpados yertos
de los muertos.
sobre el librote cerrado,
sobre la carta de amor,
sobre los párpados yertos
de los muertos.
Como
ocurre a menudo en la obra de este poeta profesor, hay unos versos dedicados a
la escuela. Siempre me ha parecido curioso el tono con que se reflejan las
escenas escolares en los versos de un hombre que consagró tantos años a la
tarea de enseñar. Los maestros que nos evoca Machado son viejos terribles que
esgrimen frente a los alumnos una fría autoridad; los chiquillos se mueren de
aburrimiento mientras recitan la lección, miran a través de los cristales o, como
en este caso, persiguen a unas volátiles compañeras de aula:
Y en la aborrecida escuela,
raudas moscas divertidas,
perseguidas
por amor de lo que vuela,
raudas moscas divertidas,
perseguidas
por amor de lo que vuela,
—que todo es volar—, sonoras
rebotando en los cristales
en los días otoñales…
rebotando en los cristales
en los días otoñales…
He
de suponer que un aburrimiento semejante es el que ha asaltado a los alumnos de
mi instituto durante el último mes de clase, momento en que una circunstancia
que no acierto a explicarme ha producido una tremenda plaga de moscas. Las
había a decenas, vivas y muertas, volando en círculo sobre las cabezas de
chiquillos y profesores, tiradas por los pasillos en una sombría sucesión de
pequeños cadáveres. Habrían sido una mera molestia, una perturbación más de
esos días finales de curso en que la paciencia y el cansancio se estiran hasta
límites insospechados, de no ser porque me han servido como excusa para
contemplar un amplio repertorio de actitudes humanas. Porque no hay dos grupos
de alumnos iguales, y si me apuran ni siquiera dos alumnos iguales, a la hora
de encarar la presencia insistente, sonora, machacona, de estos seres de
pequeña envergadura e infinita cabezonería.
En
primer lugar, está el impresionable. El que lanza un grito o se levanta de
improviso en mitad de la clase, provocando incluso bamboleos y precipitaciones
de objetos al suelo. Diríase que ha sido sorprendido por el imprevisto ataque
de un animal salvaje. Pero no: simplemente, le está rondando una mosca. Íntimamente
ligado a éste, tenemos al dramático. Suspiros, exclamaciones de disgusto, teatrales
gestos para alejar al molesto intruso, declaraciones terminantes: “Profe, no lo soporto más”. O bien,
patéticas llamadas de auxilio: “¡Profe,
haz algo!”
En
un terreno radicalmente distinto se encuentra el ingenioso, el que dedica
largas horas a fabricar trampas, armas arrojadizas, sustitutos de insecticidas.
Un grupo de alumnos se ha hecho famoso en bloque por crear un matamoscas de
diseño tradicional e indudable efectividad, construido a base de papeles
reciclados. Una habilidosa pareja de amigos de una de mis clases vació la
carcasa transparente de un tippex y consiguió encerrar en ella –ignoro cómo-
media docena de moscas vivas. Era digna de ver la cara de orgullo del muchacho
que acudió a enseñarme el invento. He de decir que el espectáculo de los
insectos zumbando en el estrecho receptáculo era, cuando menos, curioso. Contemplándolo,
se me ocurrió que, de tratarse de luciérnagas, se habría podido emplear como
lámpara.
Pero
no terminan aquí las variadas actitudes suscitadas, en palabras del poeta, por amor de lo que vuela. Está también
el paciente. En una de las últimas horas de clase, tuve ocasión de observar
cómo varios alumnos esperaban inmóviles, esgrimiendo unas tijeras, empeñados en
la imposible tarea de cazar moscas al vuelo y partirlas por la mitad. Un
compañero me ha contado que él ha visto enlazar moscas con hilos o pelos y
llevarlas sujetas de la mano, como globos. Por supuesto, en este grupo habría
que incluir a los cazadores más simples, los primitivos, los que se limitan a
acechar en completa pasividad, mimetizados con silla y mesa, para que el
ingenuo insecto se confíe y entonces zas, atraparlo con un raudo zarpazo.
Quedan,
finalmente, los escatológicos. Son los que más me desagradan: se empeñan en
aplastar cadáveres de moscas en lugares de uso común. Me he visto obligada a
tirar un diccionario porque sus páginas se habían convertido en un auténtico
cementerio de insectos. Las pizarras son un lugar especialmente propicio para
tales actividades: es divertido espiar la reacción del profesor que avanza tiza
en ristre y se encuentra con el maltrecho cadáver sobre la superficie encerada.
Esta última costumbre va a veces acompañada por actitudes solidarias y
ciertamente creativas; uno de mis alumnos rodeó con una silueta pintada con
tiza una mosca que alguien había pegado en la pizarra e incluso escribió al
lado un letrero conciso y aclaratorio: Mosca.
“Es para que no te manches, profe”,
me explicó al ver mi cara de sorpresa. Tal vez malinterpretó mi expresión de
asombro: yo estaba pensando que, con semejante señalización, la pizarra con el
difunto insecto había pasado a semejar el escenario de un crimen.
Ingeniosos,
pacientes, exagerados, habilidosos, estrafalarios, impresionables, divertidos,
gamberros. Todos ellos se marcharon un viernes para no regresar hasta el mes de
septiembre, y, al volver a entrar en el instituto repentinamente silencioso el
lunes siguiente, me encontré con que no sólo faltaban los alumnos. De repente,
no había moscas. Tan sólo algún ejemplar solitario revoloteando, atrapado en la
biblioteca, y unos cuantos restos mortales en el suelo de los pasillos, rastros
escasos de la plaga que había puesto a prueba nuestra paciencia en los últimos
días. La ruidosa e insistente turba de seres volátiles se había esfumado. Tal
vez consideraron inútil su presencia allí, una vez que, como dice el poeta, nos
habían servido para evocar todas las cosas.
Hace unos años me acerqué a Segovia a ver una maravillosa exposición de las Edades del Hombre. Nos acompañaba un estudioso y profundo admirador de D. Antonio que se brindó a hecer una visita guiada a la casa en la que residió tantos años. Allí comentó la anécdota más divertida que he escuchado sobre Machado. Y que me hace pensar que al gran poeta no le apetecía dedicarse a la docencia.Contó que aunque tenía casa en Segovia vivía en Madrid. En cierta ocasión en que no iba a acudir a su Instituto envió el siguiente telegrama a su director: "He perdido el tren de hoy y el de mañana". Ingenioso D. Antonio. Y es que, como a otros que conozco, seguramente prefería dedicarse a escribir.
ResponderEliminarHace unos años, en una visita a Baeza, fui a ver el aula en la que impartía clase Machado y me produjo una emoción hondísima. Uno no puede evitar pensar que la gente a la que admira fue magnífica en todas las facetas de su vida, y me pareció que en aquella clase se respiraba una atmósfera especial. Pero tal vez esa emoción no la sentía don Antonio cuando se enfrentaba a diario a sus alumnos, y se trataba de una simple proyección de mis propios sentimientos. O tal vez la anécdota del tren responda a un rasgo de ingenio y no a una falta de entusiasmo por su parte a la hora de impartir sus clases. En cualquier caso, ¿el gran poeta prefería dedicarse a escribir...? Egoístamente, no puedo evitar alegrarme. Como profesor, le disfrutaron sus alumnos. Como poeta, le disfrutamos todos.
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