ALIANZAS
Boceto para teatro I es el título de una pieza breve del dramaturgo
Samuel Beckett. Se trata
de una obra estremecedora, brutal y contundente, a pesar de su corta duración,
o quizá precisamente gracias a ella. Está protagonizada por una de esas
peculiares parejas que pueblan el universo dramático de su autor, uno de esos dúos
que desgranan su tortuosa relación de dependencia y poder en paisajes
solitarios y desolados, mientras recuerdan sus días felices del pasado o esperan
a un Godot que nunca llega. En esta ocasión, los dos personajes tienen
carencias complementarias: uno es ciego y el otro es un inválido que se
desplaza en un carrito que hace avanzar propulsándose con una vara. Serían de
importante ayuda el uno para el otro si se decidiesen a colaborar. Pero esa es
una alianza que, al igual que Godot, no llega nunca.
Tuve
ocasión de ver representada esta obra pequeña e intensa hace un par de décadas,
y no he podido olvidarla. Los responsables de llevarla a escena eran alumnos de
interpretación y dirección de la RESAD de Madrid, y como he tenido oportunidad de
comprobar más de una vez, el ímpetu y entusiasmo de aquellos profesionales
recién salidos del horno dotó a la representación de una fuerza extraordinaria. Recuerdo en especial el desenlace de la obra y la viva
impresión que me causó. Tras un juego de ataques y defensas, de reproches y
estrategias para hacerse con el poder, el ciego le arrebata al inválido el
bastón con el que éste hace avanzar su vehículo y lo lanza fuera de escena en
un ataque de ira. Sonó el golpe contundente de la vara al golpear el
suelo en algún punto desconocido y se hizo el oscuro final: pocas veces me ha
asaltado en una sala de teatro semejante sensación de desesperanza. Mientras
aplaudía la labor de aquellos actores estupendos, recuerdo que pensé con
angustia: “Dios mío, estos dos no se
pondrán nunca de acuerdo… El inválido no puede moverse del sitio sin su bastón,
y el ciego sólo se lo traería si se reconciliasen y aceptara seguir sus
indicaciones… No hay solución posible”. Curiosamente, a mi lado estaba
sentada una persona tan complementaria a mí como lo eran aquellas dos criaturas
del universo de Beckett, y que había captado el mensaje de la obra en un
sentido opuesto al mío. Mientras aplaudía ella también, se inclinó hacia mí
sonriendo y me aclaró: “Ahora van a tener
que colaborar”.
Me
he acordado muchas veces a lo largo de los años de estos dos personajes
atrapados en sus limitaciones físicas y en su imposibilidad de reconciliación. Y
también del contraste entre mi visión desesperanzada del desenlace de la obra
y la de mi acompañante, capaz de entrever en aquella negrura un
resquicio abierto a la solidaridad y la colaboración. Esa imposibilidad mía de
pensar con optimismo, que no ha decrecido con los años, no es algo que me haga
sentirme orgullosa. Por eso me ha alegrado tanto la curiosa oportunidad que he
tenido recientemente de darle un nuevo sesgo a esta historia de los dos personajes
necesitados de una alianza salvadora.
Hace
un par de semanas, estaba escuchando por la radio un programa sobre ajedrez. Un
experto hablaba sobre un jugador al que había visto en acción hacía poco en un
torneo. No recuerdo el nombre ni la nacionalidad del personaje; andaba yo algo
difusa y sin prestar excesiva atención hasta que oí la característica que le
otorgaba a este jugador un mérito extraordinario: se trataba de una persona
ciega. El que con enorme entusiasmo hablaba de él pasó a contar una curiosa
anécdota sobre su vida personal. Al parecer, en torneos anteriores se le había
visto empujando la silla de ruedas de un colaborador suyo inválido, y recientemente,
se había tenido noticias de que ambos habían contraído matrimonio. La anécdota
tenía en sí suficientes elementos atractivos para llamar mi atención: la imagen
del ciego empujando la silla de ruedas del inválido que le guiaba con sus
indicaciones me pareció la más alta plasmación de la complicidad humana. Pero había
algo más. La historia encendió de inmediato un chispazo en mi memoria que me
hizo regresar a esos segundos finales de la pieza de Beckett y a mi desalentadora
conclusión. Y me pareció que el oscuro final de la obra era, de repente, menos
negro. Quizá mi acompañante tenía razón, y la historia del ciego y el inválido
no terminaba con el golpe del bastón perdido contra el suelo. Después de todo, quién
sabe si Godot está aún por llegar.
Comentarios
Publicar un comentario