LAS OREJAS DE CLÉO

Hace un par de días visité en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando la exposición Mariano Benlliure. El dominio de la materia. Lo hice apurando casi al límite las fechas, porque la exposición cerrará sus puertas mañana mismo, y las cincuenta piezas que la componen partirán en dirección a las tierras de su creador. Ha sido una suerte no perderme la oportunidad de contemplarlas, y una lástima no haber podido escribir antes esta entrada, por si mi entusiasmo llegara a tiempo de contagiar a alguien el deseo de conocerlas o revisarlas.
 

Benlliure es uno de esos escultores dotados del extraordinario don de otorgar vida a la materia inerte. Bajo su mano, el bronce y el mármol de sus grandes obras y el barro de sus bocetos empiezan a palpitar. El más duro de los materiales puede transformarse en una piel delicada o en la espuma del mar. Sus niños son niños verdaderos (y sólo con echar un vistazo a la Historia del Arte se comprende de inmediato lo difícil que es eso). Su capacidad para detener lo fugaz es portentosa: durante todo el rato que estuve contemplando su encantadora escultura titulada Accidente, que recoge el momento en que un monaguillo deja caer el incensario con el que se ha quemado los dedos, tuve la sensación de que aún resonaba en la sala el estrépito del objeto metálico al precipitarse contra el suelo. Los personajes retratados por Benlliure producen en el que los observa la alucinante impresión de que hay un ser humano prisionero tras la fría superficie. Puedo asegurar que basta con mirar durante unos segundos a los ojos del busto de Práxedes Mateo Sagasta para tener que reprimir con esfuerzo el deseo de entablar conversación con él. Y qué decir con respecto a sus animales. Yo habría jurado que varios de los caballos de sus retratos ecuestres movieron la cabeza o agitaron las orejas frente a mí mientras yo andaba despistada, pendiente de la contemplación de sus ilustres jinetes.
 
De izquierda a derecha: 
Retrato de María del Rosario de Silva y Gurtubay,
Accidente y Busto de Práxedes Mateo Sagasta.

Entre los retratos presentes en la exposición, hay uno que llama la atención por el aura sobrenatural que desprende. En un primer vistazo, uno aseguraría encontrarse frente a la plasmación en mármol de una diosa o una ninfa de ésas que Benlliure esculpió con gusto y delicadeza. Cuál no sería mi sorpresa cuando leí en el cartel informativo que se trataba del retrato de Cléo de Mérode, bailarina belga de origen francés que triunfó en los escenarios y atrajo sobre sí la atención de numerosos artistas de comienzos del XX. En el caso de Benlliure, el busto que éste esculpió tomándola como modelo es de una increíble belleza, y despertó en mí el deseo de averiguar hasta qué punto el artista se había dejado llevar por la idealización. Una mínima investigación en la red desveló en seguida que el escultor no exageraba. A Cléo de Mérode, nacida Cléopâtre-Diane de Mérode, sus padres la bautizaron con los nombres de las más hermosas, y no se equivocaron.

Rastrear imágenes en Internet de este personaje de larga y agitada vida y presencia evanescente es una actividad que recomiendo a los que gusten del encanto artificioso y evocador de las fotografías antiguas. El material gráfico es abundantísimo: los fotógrafos de la época, igual que los pintores y escultores, rindieron culto a la figura delicada y a los ojos enormes de esta bailarina que actuó con igual fortuna en la Ópera de París y en el Folies Bergère. Podemos encontrarla ataviada con infinidad de indumentarias livianas, exóticas, románticas, fantasiosas. Lo mismo parece una odalisca que una damisela ingenua, una diosa pagana que una heroína de Walter Scott. Pero por mucho que cambie de vestimenta, hay algo que conservó a lo largo de toda su vida y que incluso se puede encontrar en sus últimas imágenes, que nos la muestran cercana a cumplir noventa años: su peculiar peinado, que cubría por completo las orejas y que consiguió imponer entre las damas elegantes de la Belle Époque. ¿Un rasgo de personalidad, un deseo de ser original, una simple manía? Curiosamente, esta pequeña zona de sí misma que no mostró ha hecho correr más tinta que las que exhibió tan generosamente frente a lentes, cinceles y lienzos.

Confieso que la falta de testimonio gráfico alguno sobre una parte de la anatomía de una mujer que fue retratada hasta la extenuación es un detalle que me perturba un tanto. No faltan leyendas al respecto, como aquélla, muy disparatada, que explica que la bella Mérode carecía de orejas porque se las hizo cortar su poderoso amante, el rey Leopoldo II de Bélgica, como castigo por su infidelidad. La explicación será, supongo, mucho más prosaica y menos dolorosa. Tal vez las orejas de la danzarina no estaban a la altura de su belleza sublime y optó por mantenerlas en secreto. O tal vez semejante ocultación era una simple estrategia para despertar el misterio y la curiosidad sobre su persona. A mí me gusta más pensar que las orejas de Cléo tenían una forma peculiar, como les sucede a las de ciertos personajes mitológicos y legendarios. En definitiva, quizá la impresión inicial producida por el busto de Benlliure era la correcta, y se trataba del retrato de un ser sobrenatural.

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