EL AUTOR DETRÁS DEL AUTOR

Acabo de oír en la radio que esta mañana, muy temprano, ha muerto Elías Querejeta. La noticia me ha entristecido mucho y me ha dado que pensar. Ante la desaparición de alguien, sólo caben dos posibilidades: recordar el contacto que mantuvimos con él si formó parte de nuestro entorno, o repasar las huellas que han dejado en nuestra vida su obra, sus palabras o su pensamiento, si se trata de alguien a quien nunca llegamos a conocer en persona. En el caso de Querejeta, en mi cerebro se han agolpado múltiples impresiones de este último tipo, y una sola, muy pequeña, del primero.

Querejeta era un tipo extraordinario y valiente que se atrevió a producir películas distintas. Distintas a lo que permitía la censura de la España de los sesenta, distintas a lo que dictan desde siempre la tiranía de las salas comerciales y los gustos del espectador medio. Es, además, un caso notorio de presencia de la personalidad del productor en el objeto cinematográfico: muchas de las películas por las que apostó a lo largo de sus cinco décadas de actividad tienen el sello de la originalidad, la valentía, la sensibilidad, la mirada insólita. Están firmadas por grandes directores como Carlos Saura, Víctor Erice, Montxo Armendáriz, pero por detrás de estos nombres parece siempre asomar la sombra de este hombre de fino olfato e inmensa audacia. Era, por así decirlo, un autor detrás del autor.

Supongo que nos ocurre a muchos amantes del cine: yo tengo hacia Elías Querejeta una profunda deuda de gratitud. Esta mañana, cuando me he enterado de su muerte, se me ha venido a la cabeza un tropel de secuencias de películas inolvidables. El impactante final de La caza de Carlos Saura, con un jovencísimo Emilio Gutiérrez Caba huyendo de la terrible matanza ocurrida entre sus compañeros de cacería, en esa terrible metáfora de la violencia de una España escindida en bandos irreconciliables. La preciosa escena del padre bailando un pasodoble con su hija vestida de primera comunión en El Sur, de Víctor Erice, película filmada con una de las más exquisitas fotografías que he tenido oportunidad de ver en una gran pantalla. Y cómo no, el delicioso y asombrado rostro de la pequeña Ana Torrent mientras ve en el cine de su pueblo la escena del encuentro entre el monstruo de Frankenstein y una niña en El espíritu de la colmena.


Mi recuerdo personal de este gran hombre del cine es modesto y muy reciente. Hará cosa de un año –soy francamente mala para recordar fechas-, estaba en una cafetería con una amiga cuando ésta, mucho más atenta al mundo que la rodea que yo, llamó mi atención sobre alguien que acababa de entrar de la calle: “Mira, Elías Querejeta”. Me volví hacia donde ella me señalaba y sentí que me poseía una enorme emoción. Aquel hombrecito pequeño y de humilde indumentaria que estaba introduciendo monedas en la máquina de tabaco era ese personaje que había hecho posibles tantos momentos cinematográficos inolvidables. Nadie se hizo eco de su presencia en el local atestado de clientes que charlaban y daban buena cuenta de sus consumiciones. Sentí deseos de ponerme en pie y alzar mi voz en medio de la algarabía para decir: “Señores y señoras, sin este gran hombre, el cine español de los últimos años no sería el mismo”. No lo hice, claro está. Me limité a ver cómo salía de nuevo a la calle, provisto de su cajetilla de cigarros recién adquirida, y se perdía de mi vista.

He dudado mucho qué escena elegir para terminar este pequeño homenaje. Hay muchas que me encantan. Me he decidido finalmente por el comienzo de El Sur, de Víctor Erice, adaptación personalísima de la novela de Adelaida García Morales que cuenta una hermosa historia de amor y de separación entre un padre y su hija. En esta secuencia inicial, la hija, interpretada por una Icíar Bollaín adolescente, se despierta al amanecer y oye la voz de su madre que comenta, angustiada, la ausencia del padre. La muchacha no comprende la trascendencia de la noticia hasta que descubre bajo su almohada un objeto muy querido: el péndulo de zahorí con el que ha visto muchas veces a su padre rastrear la presencia de agua. En un momento de emoción insuperable, sobre la imagen actual de la muchacha sentada en la cama se sobrepone otra imagen del pasado, la del padre sentado en la misma posición, haciendo oscilar su mágico péndulo sobre el vientre de su esposa embarazada.


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