LOS CUADROS DE MARZO (2013)
El
pintor italiano Giorgio Morandi (1890-1964) poseía la capacidad de otorgar
trascendencia a los elementos más sencillos. A lo largo de su carrera creó
innumerables obras en las que exploró con exquisitez la simplicidad de líneas
de objetos cotidianos organizados en composiciones limpias, cuidadas, de suaves
colores. Contemplar sus cuadros supone emprender un viaje hacia la esencia de
las cosas. En esta Naturaleza muerta,
seis recipientes de variadas formas se exponen plácidamente a nuestra mirada en
pulcra formación, como listos para pasar revista. Nuestros ojos se recrean en
el contraste entre sus diseños, el cuerpo esbelto, la base ancha, el cuello
alargado, el asa, la tapadera cónica. Las gradaciones de color son tan sutiles
que apenas apreciamos un salto entre uno y otro: los blancos, los verdes
claros, el azul pálido, el marrón, se amalgaman hasta formar una sola impresión
cromática. Los componentes de este grupo inanimado contrastan y hacen juego, se contraponen y
armonizan con extraordinaria delicadeza. A pesar de su título, a mí esta Naturaleza muerta me parece llena de
vida; es como una foto de familia, en la que seis personajes diversos pero
unidos por una raíz común nos observan desde el lienzo, detenidos para siempre
en la inmovilidad de lo eterno.
Despertar, de la pintora francesa de origen español Eva
Gonzalès (1849-1883). Todo en este cuadro es pura delicadeza: los colores
suaves, la sinuosa línea del cuerpo femenino, la postura de plácido abandono de
la modelo. Como me sucede a menudo con las pinturas en las que predomina el
color blanco, esta obra ejerce sobre mí una poderosa atracción. En medio de la
claridad que ocupa la mayor parte del lienzo, la negrura de la mata de pelo es
un reclamo para nuestra mirada, una llamada de atención que nos dirige hacia
ese rostro a medio camino entre el descanso y la vigilia, y que parece estar
aún perdido en la más dulce de las
ensoñaciones. En este universo privado en el que nos colamos como testigos de
excepción, los elementos plasmados con mayor detalle y realismo son la mesilla
de noche y el jarrón con el ramo de lilas. Frente al rigor dibujístico con el
que están presentes estos seres inanimados, el elemento humano del cuadro
parece casi un boceto, un apunte apresurado para captar un momento breve y
único, que puede esfumarse de inmediato si la mano de la artista se demora. O
tal vez sea que el cuerpo de esta mujer que despierta está, igual que ocurre
con su conciencia, todavía desdibujado, presa de las brumas del sueño.
Entre
el siglo I a. C. y el III d. C., durante la ocupación romana, se produce en la
región egipcia de El Fayum un auténtico milagro artístico. Se trata de la
creación de una serie de retratos sobre tabla o tela, destinados a ubicarse
encima del rostro de los cadáveres momificados. Estas piezas, conocidas
habitualmente como Retratos de El Fayum,
suponen un punto de confluencia de elementos de diversa procedencia: el estilo
pictórico grecorromano y la ancestral costumbre autóctona de la momificación.
Pero no es esta circunstancia histórica la única que los convierte en una unión
de opuestos, un puente entre dos mundos. Basta con encontrarse frente a una de
estas obras para tener de inmediato la impresión de estar contemplando algo
extraordinario. Esos rostros de ojos grandes y pensativos, como los de este
hombre joven arrebatado demasiado pronto por la muerte, albergan la serena
tristeza del que no se encuentra ya a merced de las contingencias de la vida.
Probablemente los artistas querían reflejar en esa suave melancolía la
condición del ser humano a caballo entre dos mundos, y que observa a sus
congéneres con la recién adquirida paz del más allá. Para nosotros,
espectadores modernos, las miradas dulces y hermosas de estos retratados que
nos contemplan con indulgencia desde la noche de los tiempos adquieren un nuevo
sentido; la viveza de sus rostros, la humanidad de sus facciones, nos indican
que cientos de años o un simple segundo son idénticos, a efectos de vida y de
muerte.
Bajo
el conciso título de Marcella, el
pintor expresionista alemán Ernst Ludwig Kirchner (1880-1938) nos ha dejado varios retratos de la misma joven en
distintas actitudes. Este, pintado en 1910, deslumbra en primera instancia por
la intensidad de sus colores: el verde rutilante que ocupa casi todo el lienzo,
el azul eléctrico que se cuela por la ventana del fondo, el tono encendido de
la piel de la modelo. Se trata de un cuadro engañoso, que a primera vista produce
una impresión optimista en el que lo observa. Esta joven que descansa
acompañada por su gato blanco, con una indumentaria informal y casi infantil,
en medio de un universo colorido, tiene sin duda que estarnos transmitiendo un
mensaje alegre. Nada más lejos de la realidad. Una mirada más atenta pone en
evidencia detalles reveladores: la pose hastiada de la modelo, la expresión de
profunda tristeza de ese único ojo que se expone a nuestra vista, la presencia
de varias botellas abandonadas en el suelo. No hay comunicación alguna entre el
felino blanco que descansa hecho un ovillo sobre el sofá y su dueña, que le da
casi la espalda, igual que se oculta de nuestra mirada tapándose medio rostro
con la mano. Todo es soledad y descontento en esta habitación retratada por
Kirchner. El verde que inunda nuestra pupila está muy lejos de ser el color de
la esperanza.
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