LECTURAS DEL PASADO VERANO (2012)
A
mí, cuando estoy cansada o con el ánimo bajo, me gusta irme de viaje con el
capitán Alatriste. Él me lleva a la España del siglo XVII, a una época con
hartos motivos para el descontento y la indignación, pero me rodea de intrigas
y aventuras, me hace codearme con personajes más dados a la acción que a las
meditaciones, y me cierra así cualquier posibilidad de melancolía. Y todo ello,
envuelto en bellas palabras que una no oye, así como así, en su devenir
cotidiano. En El puente de los asesinos, me arrastra a la convulsa Italia dividida entre
intereses encontrados y me coloca como espectadora de excepción de lo que
amenaza con ser una sublevación en toda regla contra la poderosa, rica, voluble
República de Venecia. ¿Se puede pedir más? Ah, sí: apenas empezada la novela,
ya ha hecho su aparición mi personaje favorito, el bebedor, intrigante, excelso
hombre de letras y de armas don Francisco de Quevedo. Ya no tengo escapatoria.
Como diría el sin par poeta en versión de Pérez-Reverte: “No queda sino batirse”.
Larbi Layachi en una playa de Tánger
La
ciudad italiana de Trieste es por su posición geográfica un cruce de caminos,
un punto de encuentro entre oriente y occidente, una confluencia de elementos
muy diversos. El vicequestore de
policía Proteo Laurenti no podía ser menos. Haciendo honor a su mitológico
nombre de pila, Laurenti es un personaje escurridizo que se metamorfosea
delante de los ojos del lector: es un asentado hombre de familia pero tiene una
amante más joven a la que no piensa renunciar; disfruta adoptando poses
estrafalarias, analiza con cinismo y distanciamiento los sucesos y las
emociones de los que lo rodean, y es a la vez capaz de cuidar con ternura a un
viejo perro policía retirado del servicio al que nadie salvo él quiere adoptar.
Parece no tomarse en serio a sí mismo ni su trabajo, pero sospechamos que no va
a cejar en su empeño hasta desenredar los hilos de una endiablada trama que lo
conducirá al este de Europa y al fondo de la turbia conciencia de los que se
aprovechan de la necesidad de los menos afortunados para traficar con sus vidas
y sus cuerpos.
Un
borracho visionario entregado a la misión de difundir el advenimiento de un
nuevo mundo. Un doctor negro incapaz de transmitir a los suyos la necesidad de
rebelarse contra la injusticia que oprime a los de su raza. Una niña que sueña
despierta y que trasciende la realidad a través de la música. Un hombre sordo
que renunció hace años a utilizar su voz, en el que todos creen encontrar al
interlocutor ideal de sus ansias y reflexiones. Y el solitario dueño del café
en el que confluyen todas estas almas a la deriva. Estos son los cinco pilares
sobre los que se apoya esta novela de título hermosísimo, escrita –por uno de
esos milagros de la literatura- por la autora estadounidense Carson McCullers a
la temprana edad de veintitrés años. La desvalida condición del ser humano, con
sus deseos, su impotencia y también su ternura, encuentra una poderosa
plasmación en estas páginas tristes y entrañables. Y como telón de fondo, el
sur de los Estados Unidos en los años treinta, con sus miserias, sus problemas
raciales, su calor y su irresistible poesía.
El
terror puede adoptar la forma de un caracol. De un inofensivo grupo de
caracoles que un hombre salva de ser cocinados para dedicarse a observar sus
comportamientos. También el de una tortuga de tierra que una madre amantísima
acaba de comprar, aunque no precisamente para que sirva de mascota a su hijo.
El de una niñera llena de dedicación y lealtad hacia la familia cuyos niños
cuida. O el de un hombre que rescata a una pobre chica de una vida deshonrosa y
la envuelve en los lazos del matrimonio. Estos once relatos de Patricia
Highsmith exploran el angustioso mundo de los miedos y las fobias, y se mueven
en terrenos variados, desde el puramente físico (la existencia de animales de
tamaño desmesurado, la reproducción imparable de pequeñas criaturas que lo
inundan todo) hasta el más sutil y psicológico (los infiernos domésticos, las
ataduras personales, las venganzas, los resentimientos, la locura). Algunas
historias entran en el campo de la ciencia-ficción, como la del profesor
empeñado en dar su nombre a una especie de caracoles gigantes. Otras rozan el
humor macabro (el cuento de las dos amigas ancianas entregadas a una creciente
escalada de faenas mutuas). Me gustan especialmente dos: la poética Pájaros a punto de volar, delicadísima
ficción sobre la muerte de las esperanzas, y Cuando la escuadra llegó a Mobile, historia de un crimen y la
posterior huida de la asesina, que es un viaje a lo más profundo del ser
humano, sus miedos y desvalimientos, su afán de supervivencia, sus ilusiones
rotas.
“A medianoche, el tiempo transcurre
de una manera especial. Y es inútil oponerse a ello”, dice uno de los personajes de esta breve y
enigmática novela. Una jovencita sin rumbo en la ciudad, un músico que ensaya
de madrugada, mujeres que huyen de sus perseguidores, empleadas clandestinas de
un hotel de citas, un informático que trabaja a deshoras cuando la oficina está
vacía, una muchacha que decide refugiarse en el sueño y no despertar jamás,
conforman esta visión caleidoscópica de la noche de Tokio. El lector,
convertido en objetivo de una cámara de cine, es guiado por un misterioso
guionista a contemplar esa realidad plural desde todos los ángulos posibles.
Presenciamos así escenas de confidencias, de dolor, de simpatía entre humanos
que se encuentran perdidos como náufragos en las sombras, y no solo las que los
envuelven a la puesta de sol. También escenas inquietantes: es inolvidable la
imagen de la chica atrapada dentro del aparato de televisión que nos mira desde
el otro lado de la pantalla. Pluralidad de escenarios y de perspectivas, vidas
a la deriva, y de fondo, una suave música de jazz para acompañar esta
radiografía de la noche: After dark, de
Haruki Murakami.
Nunca
hasta ahora había incluido las relecturas en esta sección. Pero, aun a riesgo
de caer en el tópico (uno de esos que tanto aborrecía Cortázar), diré que cada
vez que se lee Rayuela uno se
encuentra con una novela distinta. Hace ya veintimuchos años que cayó en mis
manos por primera vez. Era yo entonces una estudiante muy seria e idolatraba a
Julio Cortázar, así que decidí que por esa vez –intuía que no iba a ser la
última- afrontaría la lectura en el estricto orden señalado por la numeración
de los capítulos. Y heme aquí varias décadas después, y bastante menos seria de
lo que entonces era, haciendo caso a la otra posibilidad que lanza el autor en
su aviso inicial: leer Rayuela igual
que si se estuviera jugando sobre la acera, dando saltos de capítulo en
capítulo, siguiendo una numeración alternativa y juguetona sugerida por el
escritor. Es, qué duda cabe, una opción mucho más divertida. Más aún si, en un
momento dado, uno se equivoca –esos señaladores que se caen, ese número que uno
olvida apenas pasadas unas páginas, esas lecturas comenzadas sin ponerse las
gafas…- y aborda una senda alternativa que le lleva a perderse en los
entresijos de la trama o a pasar varias veces por el mismo capítulo. A Cortázar
le encantarían, sin duda, estos despistes, capaces de crear -si cabe- un mundo
más caótico y alucinado del que ya por sí se desprende de esta estrambótica y
genial novela.
Buenas recomendaciones, yo también suelo irme con Alatriste. La última novela que leí de él es el Sol de Breda, pero en cuanto tenga ocasión continuaré. Por casualidad, estoy leyendo otro de Dickens, David Copperfield.
ResponderEliminarGracias por las recomendaciones.
Saludos.
Curiosamente, "El sol de Breda" es la novela que más me ha gustado de la saga de Alatriste. Digo "curiosamente" porque el tema bélico, en principio, me atrae más bien poco, y por eso la empecé a leer con algo de prevención. Recuerdo sobre todo una escena preciosa de Íñigo Balboa salvando libros de una biblioteca en llamas por indicación de un oficial desconocido que luego resulta ser don Pedro Calderón de la Barca.
EliminarEspero que estés disfrutando a Dickens tanto como lo he disfrutado yo. Un saludo y hasta pronto.