FUTUROS ESCRITORES (II)
Adeline Virginia Stephen, la que con el paso del tiempo se convertiría en la escritora Virginia Woolf, es en el año 1884 una muñeca de cara redonda que posa sentada en el regazo de su madre, la elegante Julia Prinsep Jackson, cuya delicada presencia podemos reconocer en los cuadros de los pintores prerrafaelistas a los que sirvió como modelo. Esta entrañable fotografía sobrecoge por lo que tiene de presagio: el espectador reconoce en el acto en el rostro de la madre las facciones que alcanzará la hija en la edad adulta, cuando su torturado mundo interior la lleve a suicidarse hundiéndose en las aguas de un río igual que se sumergió previamente en su propia tristeza.
“Mi gran pesar en la vida es que mi infancia fue innecesariamente solitaria”, escribió al cabo de los años Truman Streckfus Persons, quien, tras adoptar el apellido del segundo marido de su madre, pasó a convertirse en Truman Capote. La mala relación y las constantes disensiones de sus padres hicieron que de niño fuera enviado a vivir con su familia materna, a una granja del sur de los Estados Unidos que con el tiempo le proporcionó abundante material para su obra literaria. Pero aún falta mucho para eso: aquí tenemos al rubio y carirredondo Truman retratado en compañía de su abuela, dirigiendo a la cámara una radiante sonrisa. Cuesta creer que bajo su encantador gesto infantil se esconda una historia de soledad y desarraigo, las semillas del estrafalario y brillante personaje en el que, décadas después, logró convertirse a sí mismo.
Hay niños que ya esconden en la expresión de su rostro la semilla del adulto que llegarán a ser. A este pequeño de mirada penetrante no cuesta trabajo imaginarlo como inventor de universos, como creador de alucinadas visiones del mundo reducidas a los límites de unos pocos párrafos, concentradas en la diminuta superficie de un punto denominado Aleph. No sabemos qué atraía la atención de nuestro joven retratado, pero sus ojos se apartan del muñeco que sujeta en su regazo para dirigirse más allá de lo que alcanzamos a ver. Es lo mismo que haría en su carrera de escritor: con el paso de los años, estos ojos visionarios perderían la luz pero ganarían una mirada interior como no ha habido otra en la historia de la literatura.
La pequeña Marguerite Donnadieu, años antes de lanzarse a explorar con valentía los territorios más oscuros y dolorosos del alma humana bajo el seudónimo de Marguerite Duras. El recorrido entre el encantador rostro de la niña y el de la adulta de la derecha lo describe la autora francesa en su novela autobiográfica “El amante” con la estremecedora lucidez que siempre caracterizó sus escritos: “Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí. No sé si a todo el mundo le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han hablado de ese empujón del tiempo que a veces nos alcanza al transponer los años más jóvenes, más gloriosos de la vida. Ese envejecimiento fue brutal. Vi cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que existía entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste, la boca más definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas. En lugar de horrorizarme seguí la evolución de ese envejecimiento con el interés que me hubiera tomado, por ejemplo, por el desarrollo de una lectura. […] He conservado aquel nuevo rostro. Ha sido mi rostro. Ha envejecido más, por supuesto, pero relativamente menos de lo que hubiera debido. Tengo un rostro lacerado por arrugas secas, la piel resquebrajada. No se ha deshecho como algunos rostros de rasgos finos, ha conservado los mismos contornos, pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido”.
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