HALLAZGOS
Uno de los encantos de trabajar en una biblioteca –y para mí tiene muchos- es la posibilidad de encontrarse con cierta frecuencia abriendo paquetes llenos de libros. En la época de bonanza económica, esa que ahora nos parece perdida en la noche de los tiempos e irrecuperable como el jardín del Edén, llegaban con frecuencia pedidos realizados por distintos departamentos del instituto o por la misma biblioteca, que contaba con un presupuesto envidiable para tratarse de la de un centro escolar. Os podéis figurar mi alegría mientras, tijera en mano, abría los precintos de las cajas de cartón e iba sacando de su embalaje los libros nuevos, relucientes, olorosos a papel recién estrenado. Era para mí una continua reedición de las mañanas de Reyes de mi infancia.
Luego vinieron los malos tiempos, no es necesario que lo explique. Hace mucho que no llega a nuestra biblioteca uno de esos impolutos paquetes remitidos por una editorial o librería. Quizá para compensar, la solidaridad de los usuarios se ha acrecentado, y son cada vez más frecuentes los donativos de libros de segunda mano. Alumnos, familias, compañeros, conocidos de compañeros: han sido muchos los que, al descubrir que no tenían sitio en sus estanterías, se han acordado de nosotros. Estos libros que empiezan una segunda vida en nuestros estantes no llegan a nosotros precintados, envueltos en papel de embalaje plegado con pulcritud milimétrica. Suelen hacer su viaje apilados en bolsas o en cajas que tuvieron, como ellos, un uso anterior. No importa: son bien recibidos. Algunos son auténticas sorpresas, pequeñas joyas sacadas de colecciones antiguas con las que no esperaba volver a encontrarme. Y a veces, entre sus páginas traen escondidas sorpresas, fragmentos de vida, que un libro nuevo no es capaz de aportar.
Os cuento mis dos últimos hallazgos. Hace una semana, descubrí a las dos compañeras que comparten conmigo la tarea de la catalogación dándole vueltas a un librito muy viejo. Era una novela de Agatha Christie, de la editorial Molino, de aquella colección de bolsillo que, creo, era omnipresente en las casas españolas de los años sesenta. En la mía, al menos, había bastantes títulos, y mi hermana se los había devorado todos, sin excepción. El problema que planteaba el evocador librito a mis compañeras era que no le encontraban por ninguna parte el ISBN y no podían, por tanto, catalogarlo. Miramos la fecha de la edición: 1962. Aparte de impresionarnos el hecho de que el libro ya existía cuando ninguna de las tres habíamos nacido, comprendimos que en ese año todavía no se había instaurado el uso del código que acompaña a todos los libros modernos y que hoy en día nos parece consustancial a la letra impresa. Pero la novelita tenía otro encanto para mí. Su título es Un cadáver en la biblioteca. ¿Puede haber una coincidencia más divertida, para un libro donado a una biblioteca escolar?
El segundo de mis hallazgos salió de entre las páginas de un libro también antiguo, unos días antes. Es una postal que amarillea a causa de los años, con una encantadora y redicha ilustración y un mensaje escrito en tinta sepia encabezado por una fecha remota: 5 de mayo de 1955. No me resisto a la tentación de incluir la imagen al pie de esta entrada. Una pulcra y bienintencionada tía que responde al nombre de María Luisa felicitaba a su sobrino o sobrina en el día de su cumpleaños, hace casi sesenta años. Ahora su cariñoso mensaje ha venido a parar a las manos de una bibliotecaria de un centro escolar, aficionada a la nostalgia, y que cada vez echa menos en falta los paquetes nuevos llenos de libros recién salidos de la imprenta.
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