GATOS Y ESCRITORES (II)
Cuentan que no bajaban de la veintena los gatos con los que el pequeño Samuel Langhorne Clemens compartió su infancia en su casa de Missouri. Aquí lo tenemos décadas después, convertido en el inefable Mark Twain, con su habitual traje claro, perpetuando esa inclinación de sus primeros años. Queda clara la preferencia del novelista por los seres diminutos.
Irène Némirovsky en 1928, cuando contaba 25 años. Le faltaban dos para escribir la novela que fue su revelación, El baile, y solo catorce para morir en el campo de concentración de Auschwitz. En este enternecedor retrato la vemos ajena a todo, con aire infantil, abrazando sonriente a su gigantesco gato negro. Los que hayan leído Suite francesa recordarán los pasajes centrados en el gato de una de las familias protagonistas; esta novelista, gran creadora de personajes, es también capaz de dotar de vida y singularidad a sus criaturas no humanas.
Un capitán de barco regaló al joven Hemingway un gato llamado Snowball. No era un animal cualquiera, porque sus patas presentaban la peculiaridad de estar dotadas de más dedos de los cinco habituales. El escritor se lo llevó a su casa y comprobó con asombro que los hijos de Snowball perpetuaban la extraña característica de su padre; esa herencia llega hasta la actualidad, pues los descendientes de aquel felino original siguen poblando la casa-museo del novelista. En las fotografías, encontramos a Hemingway rodeado por algunas de sus pasiones: los libros, la botella de alcohol y, cómo no, los gatos.
Cuando vi por primera vez un retrato de H. P. Lovecraft, pensé que el creador de tan terribles y alucinadas atmósferas no podía tener otro rostro. Pero lo que no me esperaba era el aspecto de su gato, el fantasmal y estilizado felino que le acompaña en esta borrosa fotografía. Escritor y animal parecen pertenecer a otro mundo. Hasta ahora me había encontrado con mascotas que comparten rasgos con los humanos con los que conviven, pero nunca con uno que pareciera encarnar los universos de ficción de su amo.
Doris Lessing y su gato, frente a frente, mirándose a los ojos y casi me atrevería a decir que sonriéndose. Sería estupendo poder ver los instantes previos a esta imagen de armonía doméstica: tengo la impresión de que el intrépido animalito decidió dejar su impronta en la obra de la novelista paseándose a su antojo sobre el teclado de la máquina de escribir. Ahora su dueña lo sujeta con cariñosa firmeza, pero a juzgar por cómo se le escapa la pata derecha en dirección a las teclas, yo diría que a la primera oportunidad piensa seguir con su tarea de escritura felina.
Años después, Doris Lessing, ya madura, contempla sonriente a otro gato atigrado de soltura equiparable al de la imagen anterior. Ha pasado el tiempo, la autora es ya la mujer de cabellos blancos que todos reconocemos, pero hay cosas que no cambian. A juzgar por el encuadre, la postura y la posición central que ocupa en la fotografía, este felino es digno heredero de su predecesor y tiene también muy claro cuál es su puesto en la casa –y en la vida- de la escritora.
Me encanta ver todas estas fotos, porque aparte de poder contemplar a grandes escritores de una forma diferente, se les puede ver totalmente cercanos y reales. Todas estas imágenes me parecen además preciosas porque son momentos buenos, tranquilos y sobre todo, incluso si el escritor aparece serio en la foto, creo que son momentos alegres. No sé si es porque los gatos me recuerdan los buenos momentos de mi niñez y mi juventud o porque cerca de los animales florece nuestro lado más sencillo y natural.
ResponderEliminarA mí me sucede lo mismo, Confidente fiel. Me encanta además ver cómo aflora el lado infantil en estos hombres y mujeres a los que la gloria literaria ha colocado en un escalón tan alto: de repente me parece que, cuando abrazan a una mascota querida, en su rostro y actitud se puede entrever algo del niño o niña que fueron. Estoy convencida de que los animales sacan de nosotros la parte más tierna e inocente, siempre que estemos dispuestos a permitirlo.
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