RELECTURAS
Hay libros que, al ser abiertos, dejan caer de entre sus páginas mucho más que arena de una playa lejana o un pétalo ajado de una rosa que en su momento nos pareció digna de ser conservada. Hay libros que nos traen aromas de otras épocas, del momento de nuestra vida en que los leímos por primera vez y llegamos quizá a conclusiones, sentimientos y reflexiones bien distintos a los que nos producen ahora.
Últimamente releo mucho, por obra y gracia del club de lectores que coordino. La actividad de la relectura es un poco inquietante para los espíritus impacientes; cómo dedicar tiempo a un libro que ya se conoce en lugar de a los que quedan por leer, sin sentir un cierto grado de angustia. El conjunto de los libros desconocidos se nos aparece entonces con la forma de una gran biblioteca laberíntica, de reminiscencias borgianas, que nos abruma y nos paraliza con su carácter inabarcable. Hay que darse prisa y ponerse manos a la obra, reducir al mínimo posible el número inmenso de los autores, las obras, los pensamientos, las frases, que estamos condenados a no conocer. Cómo perder el tiempo releyendo, entonces. Pero el caso es que la relectura tiene también su lado curioso y enriquecedor: uno se encuentra con que lo que en su momento le causó impacto ahora le apasiona menos, o descubre en una obra matices y sentidos ocultos que la primera vez no supo captar. A veces se comprende con desilusión que ya no se tiene la capacidad de entusiasmarse ante ciertos textos. Otras se descubre que se ha adquirido cierta sabiduría –es la única ventaja de los años- que permite ahondar en lo que antes se pasaba por alto. En definitiva: nunca se lee dos veces el mismo libro.
Todas estas reflexiones vienen a cuento porque, desde hace semana y media, estoy inmersa en la relectura de La Regenta de Clarín. No se trata de una relectura cualquiera, dado que es la tercera vez en mi vida que me acerco a esta novela. La primera fue un tanto prematura: andaría yo por los quince años y era una colegiala apasionada de la literatura que apuntaba mentalmente todas las obras que se mencionaban en clase para leerlas en mi tiempo libre, los fines de semana, en vacaciones. Caí así muy pronto sobre Crimen y castigo, sobre Fortunata y Jacinta, sobre cualquier Shakespeare que se me puso a tiro, sobre Madame Bovary y sobre su trasunto español, La Regenta. La segunda vez estaba ya en carrera, en tercer o cuarto curso, y era una estudiante entusiasmada con el ambiente universitario, con las viejas aulas de Filología, con el grupo de teatro de la Facultad, con las extensiones de césped que ocupábamos los alumnos en nuestros ratos libres, con la ruidosa cafetería y, cómo no, con los libros. No recuerdo otro momento de mi vida en el que los sentimientos hayan sido más claros y rotundos, en que los colores tuvieran más brillantez ni el cielo fuera más azul. Tenía yo por aquella época muy poco dinero –casi ninguno de mis compañeros tenía más que yo- y sacaba incansablemente ejemplares polvorientos de la biblioteca, sobre los que tosía y lagrimeaba pero que devoraba sin tregua. De esta segunda lectura guardo un recuerdo ordenado, preciso, estructurado: debí de escribir muchas fichas con personajes, espacios y ejes cronológicos de la novela, porque los complicados apellidos de las criaturas de Clarín me resultan muy familiares, y los Ripamilán, Mourelo, Carraspique y Barinaga me suenan casi como si fueran de la familia. Sin duda fue una lectura sistemática y destinada a realizar un examen: apenas recuerdo la impresión que me causó y solo me vienen a la cabeza comentarios de críticos sobre las grandezas literarias de Clarín y sus conexiones con el Naturalismo y con Flaubert. Sin duda, me interesa más recordar mi primer acercamiento a La Regenta.
Tenía yo cuando estudiaba 2º de BUP un libro de literatura de la editorial Anaya, escrito por Fernando Lázaro Carreter y Vicente Tusón, que, según me han comentado posteriormente, es el mismo que utilizaron muchos otros estudiantes de mi generación. Venían en él fragmentos de las principales obras de las letras españolas e hispanoamericanas, desde Gonzalo de Berceo hasta García Márquez. Allí me encontré por primera vez con Ana Ozores apoyada sobre la almohada, evocando la época en que de niña hacía ese mismo gesto en un vano intento de buscar algo similar al calor de la madre que nunca tuvo. Allí tuve oportunidad de seguir al Magistral a lo alto de la torre de la catedral, a escudriñar la pequeñez de los vetustenses, reducidos por su altanería al nivel de escarabajos. Allí conocí al seductor Álvaro Mesía, colándose a traición en las ensoñaciones de la adormilada e insatisfecha Ana. Aquello fue la semilla. Luego vino mi curiosidad, el deseo de saber más, y mi acceso a la novela a través de un ejemplar ya por entonces muy gastado de la editorial Alianza que llevaba años rodando por mi casa y que estos últimos días he buscado infructuosamente. Fue una lectura apasionada, llena de asombro y de una pizca de incomprensión: me fascinaba el Magistral, sentía infinita lástima por Quintanar, el marido burlado. Me divertían los personajes secundarios: Obdulia con sus liviandades, Visitación con su encantadora marrullería. No comprendía bien el drama de la protagonista, que me parecía una simple cuestión de tener que elegir entre dos galanes, el apuesto al uso y el atormentado, el guapo sin complicaciones y el complejo, soberbio, apasionado Fermín de Pas. En mi simplicidad de casi niña, perdía fuelle el conflicto por la sencilla razón de que, desde mi punto de vista, la elección estaba más que clara.
¿Y qué estoy encontrando en esta tercera lectura? Por encima de todo, me asombra descubrir la capacidad de Clarín para hacerme sonreír en la superficie mientras una corriente oscura de tristeza discurre allá en lo hondo. Vidas tristes, pequeñas mezquindades, miserias cotidianas, en las que a ratos me reconozco y que a ratos me hacen reír. Destellos de grandeza humana matizados en seguida por motivos pequeños, egoístas, humanísimos también. Es como si, con el paso del tiempo, esta novela, de la que conservaba un buen recuerdo, se hubiera vuelto inmensamente grande. Lo dije antes: es la ventaja de los años, esa capacidad para comprender. Esta tercera lectura posee, además, los encantos añadidos por la memoria: los recuerdos de mis años de colegiala, de mi libro de texto, de mis fichas de lectura, de la biblioteca y los jardines de la Facultad, de mi vieja edición perdida de La Regenta. Todo eso ha vuelto a cobrar vida en mi presente, convocado como por arte de magia, desde que el viejo maestro Clarín me susurró por tercera vez al oído unas palabras que operaron como un conjuro: “La heroica ciudad dormía la siesta…”
Yo tuve el mismo libro en 2º de BUP, Bea. Qué tiempos. No tengo ni idea de donde puede estar, a saber, pero ver la cubierta y saltar a aquella época ha sido un instante. Qué años tan buenos, cuando parece que la vida dura siempre y todo son posibilidades. Yo tengo recuerdos bastante vagos de La Regenta, y eso que la leí hace unos diez años, no estaría mal releerla. Por cierto, este verano encontré en la biblioteca de mi pueblo "Invisible" de Auster. Feliz fin de semana, Bea.
ResponderEliminarMe encanta encontrarme con gente que ha estudiado con los mismos libros de texto que yo. Es extraordinario el poder evocador de esas portadas gastadas: de inmediato nos trasladan a las mesas llenas de muescas y recuerdos de otros estudiantes, a aquellas horas larguísimas que a su vez pertenecían a cursos larguísimos porque, tienes toda la razón, por entonces parecía que la vida no se terminaría jamás (ni siquiera el curso, ni la hora de clase). Lo de releer "La Regenta" es algo que llevaba mucho tiempo queriendo hacer, pero es una tarea a la que solo se pone uno cuando las circunstancias le empujan a ello. En mi caso ha sido así y me alegro de que haya pasado. A ver qué te parece "Invisible". Es una novela que despierta pasiones encontradas; lo que está claro es que no te dejará indiferente. Feliz fin de semana para ti también. Te lo mereces.
ResponderEliminarLeí La Regenta allá por el año 1975, en una edicción de bolsillo de Alianza que me encontré en un parque. Me fascinó. He guardado esa fascinación todos estos años. Al releerla he comprobado dos cosas: que soy mucho menos romántica y que veo mucho peor porque la letra es endiabladamente pequeña. Y no obstante sigue arrastrándome sobre todo la perfidia de los personajes. Lo terrible es que, a pesar de todo, los seres humanos seguimos enredados en las mismas pasiones. La envidia, la mezquindad, el ansia de poder, la difamación, ...
ResponderEliminarMenos mal que, en la vida real, además, encontramos personas libres, capaces de demostrar afecto, solidaridad, generosidad. Me estoy poniendo poética. Besos. Lola
Se me ha olvidado decirte que conocí a un asturiano que había memorizado las dos pprimeras páginas de la Regenta, la descripción completa de la ciudad. A que es precioso?. Estuve tentada de hacerlo pero me pareció demasiado pretencioso. Lola
ResponderEliminarMe encanta lo de encontrarse un libro perdido en un parque. Es una combinación para mí irresistible, la de la lectura y esos fragmentos de naturaleza que se abren en medio de la ciudad. Al fin y al cabo, los libros son algo parecido: ellos también nos abren a nuevas realidades distintas a nuestro entorno. Lo del asturiano que memorizó las dos primeras páginas de "La Regenta" me remite irremediablemente a aquellos maravillosos personajes de "Farenheit 451" que aprendían libros de memoria para evitar su destrucción. Siempre me he preguntado qué libro elegiría yo para llevarlo de esa forma conmigo para siempre.
ResponderEliminarLeí "Invisible" en la primera semana de vacaciones, porque cuando lo ví en la biblioteca me lo llevé a casa sin pensar. Y me pareció difícil, profundiza mucho en el dolor. Pero yo creo que a veces es necesario asomarse a estos abismos, para valorar bien la vida. Me gustó mucho, me dijo muchas cosas. Yo creo que este hombre tiene una sabiduría y un conocimiento del ser humano enorme.
ResponderEliminarMe alegro de que te gustara. Realmente es una novela difícil, que remueve terrenos en los que a muchos no les gusta adentrarse. Conozco a varios seguidores habituales de Auster que se han sentido molestos al leerla. Lo que está claro es que ya perteneces al club de los que "queremos tanto a Paul": no tienes más remedio que seguir leyendo cuanto escribe este hombre dotado del maravilloso don de narrar.
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