LOS CUADROS DE AGOSTO
La primera vez que vi El mundo de Cristina, del pintor estadounidense Andrew Wyeth (1917-2009), pensé que me encontraba frente a la plasmación de una escena onírica. El paisaje vacío, los edificios inalcanzables y el personaje solitario que lucha por acercarse a su entorno doméstico, familiar, sin conseguirlo: un mundo de pesadilla en el que una acción cotidiana como entrar en la propia casa se vuelve motivo de inquietud. Descubrí luego que la historia del cuadro y de lo que le sirvió de inspiración era mucho más real: el artista tenía una vecina paralítica que no renunciaba a disfrutar a su manera de la naturaleza y solía arrastrarse así por entre la hierba llevando ramitos de flores. En cualquier caso, toda la soledad y el desvalimiento del ser humano están en esta imagen escrupulosamente realista pero que a la vez apela a nuestro lado más oscuro y escondido.
En ocasiones, un simple esbozo posee mayor encanto que la correspondiente obra terminada. Es lo que, en mi opinión, le ocurre a este Estudio para la cabeza de Leda realizado por el gran Leonardo da Vinci en 1505. Los cuadros con el tema de Leda y el cisne que se le atribuyen al maestro son muy hermosos, pero ninguno alcanza la gracia de este delicado rostro de mujer, la espontaneidad de su gesto, el delicioso contraste entre el peinado complicadísimo y la naturalidad con que los rizos se escapan y ondean al viento. Atención a esos ojos que recaen amorosos sobre algo que Leonardo no se molesta en incluir en el esbozo, centrado como está en la encantadora cabeza femenina. Pero el espectador puede completar la historia porque sabe que la mirada de la mujer se está posando en el gran Zeus, metamorfoseado en cisne.
Cuando uno se encuentra por primera vez frente a El bardo negro, del pintor francés Jean-Léon Gérôme (1824-1904), queda fascinado por el espléndido colorido, el azul rutilante del fondo, el manto rosa, las babuchas amarillas que relucen sobre la alfombra. Hacen falta unos instantes de reflexión para salir de ese deslumbramiento inicial y ver lo que se esconde en medio de semejante alarde cromático: la expresión fija, abatida, del hombre negro que, sentado con las piernas cruzadas, clava los ojos en el espectador. Es imposible no responder al reclamo de su mirada, que pone en marcha nuestra imaginación. Pensamos en la triste rutina de la vida del personaje, tal vez en su condición de esclavo, en sus humillaciones cotidianas, en el malestar interior del que vive rodeado de suntuosos colores y de las notas alegres de su instrumento musical, que permanece ahora silencioso y abandonado contra la pared.
Romanticismo del de verdad, del que se escribe con mayúscula: Lago con castillo sobre una colina, del pintor inglés Joseph Wright of Derby (1734-1797). Un paisaje que sin duda sería encantador a la luz del día sobrecoge en las horas nocturnas. Las siluetas estilizadas de los árboles, la fortaleza en ruinas, el claro de luna que rompe la cubierta de nubes para volver de plata las aguas del lago: todos los elementos se confabulan para crear en el espectador la sensación de estar frente a algo mucho más profundo que el simple mundo material. Es el paisaje al que uno desearía poder asomarse en una noche de desaliento para sentir que la naturaleza en pleno se solidariza con la propia alma. Cosa curiosa, lo pintó un hombre fascinado por la Revolución Industrial y sus adelantos. Hermosos contrastes del espíritu humano.
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